Soledad ha amanecido hoy bastante relajada. Bosteza levemente, levanta la mirada empañada por un atisbo de humedad reconfortante (que ha provocado el leve bostezo) más allá de su balcón salvífico y, mientras recorre con perfecto cuidado distraído la parte de no cabeza de su desafortunado pingüino, recuerda y reflexiona sobre el cambio de cara/expresión que sufría otro novio que un día tuvo (y no era Géminis).
Sin gafas, unos ojos semioblicuos de ámbar licuado a punto de reventar en lágrimas de dulce miel.
Con gafas, una mirada dura, más segura de dominar el mundo (a mí también), así como más pétrea, aunque siempre a punto de deshacerse en vidrio de mala calidad tras cualquier inconveniente o imprevisto, de hacer saltar su cristalino en lascas de jade seco.
¡Qué curioso, qué extraordinario espanto!: una misma persona, un mismo espíritu y un solo objeto –unas gafas–, capaz de hacer estallar una personalidad, una índole, un futuro... Gafas que convertían en macho a un hombre sensible de corazón de azúcar, que tenía que ser hombremacho contra todo sentimiento: así fue educado; así lo imponía la sociedad.
Yo quedaba con mi novio un rato por las tardes, a eso de las 7, domingos y sábados, en el paseo que paseaba a todo el mundo los fines de semana en mi pequeña ciudad. Luego, una cerveza y un vino (para cenar no alcanzaba). Y yo me preguntaba, mientras me arreglaba un mínimo ante el espejo pleno (entonces) de mi lavabo recién instalado, si él acudiría hoy a la cita de noviossinennoviartodavia con gafas o sin gafas... Yo prefería que llegara sin ellas, para poder zambullirme en su piscina de miel, que me prodigaba amor más allá del Sol (a esas horas bola incandescente de colores imposibles a punto de ser engullida por la oscuridad) y de la Edad (todavía en tiempo de pruebas del inmaculado traje de novia), persiguiendo una eternidad solo intuida, mas al alcance del inmenso deseo que solo el amor sabe abrir en las entrañas de la tierra.
Pero, ay, normalmente acudía con sus flamantes gafas puestas (último modelo, eso sí, de A. D.). A mí se me desviaba un poco la visión hacia la nada; a él se le concentraba en la pupila alerta el empeño de poder. Y podía mucho, sí, quizás demasiado, mientras yo me iba deshaciendo en azúcar amargo, para sanar algún día la no cabeza de un pingüino necesitado de cariño y, como yo, fuera de sitio.
Lo dejé, claro (él iba por ahí clamando que él –gafas dominando un rostro– me dejó a mí por estrecha), al novio aquel que me prometía ternuras de lunas de miel, pero que, no obstante, solo me prodigaba miradas pétreas envueltas en censura: caramelos amargos en dulce celofán.
¿Qué será de él, madre, de aquel novio que me abría tantas puertas a tantos mundos soñados, y que luego me las cerraba de golpe contra mis narices sin gafas, pero cada fin de semana un poco más achatadas por el impacto de sus portazos? ¿Qué habrá sido de él, madre? Yo ningún mal le deseé ni le deseo.
Mi pingüino tampoco sabe, pero me mira, agradecido, con sus ojos bobos que cayeron, de la cabeza decapitada, al pico batallador.
[¿Y si le dibujo unas gafas redondas alrededor de sus bobos-redondos ojos-pico? ¿Qué te parece, madre, lo hago? ¡Qué mala soy y cómo me río! Pobre pingüino. No lo haré, madre: su inocencia y su desamparo merecen mi amor, no mi venganza.]
Ana Rosa M. Portillo
Un texto muy cuidado sobre la nefasta educación sentimental de varias generaciones. Todavía hay muchas carencias. Las chicas siguen pidiendo un poco, solo un poco, de ternura; los chicos se siguen escondiendo detrás de sus gafas; desconcertados, se parapetan detrás de su vieja masculinidad. El artículo se inserta, a través de los mitos y referencias conocidos, en la serie, pero es más pausado, menos agonístico: verdaderamente, Soledad se ha relajado un poco.