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Soledad (XXXIV)

Soledad hoy se siente atrapada entre las cuerdas de un violín: justo en ese espacio, en ese agujero hueco (pozo sin caldero) rodeado de madera fina, en ese óvalo en penumbra que absorbe y vomita todos los sonidos (que no es la carcoma, no), entre la madera, las cuerdas y el arco que amenaza con provocar un inmenso chirrido (¿o quizás el primer movimiento armónico de la creación del mundo?); en ese hueco resonante agujero se encuentra agazapada Soledad.

Entre tanto ruido de cuerdas afinando, Soledad reflexiona sobre la existencia del Mal...

[No puede existir el Mal, porque el mundo está bien hecho... Dios lo hizo todo bien, porque no concibe el mal: su idiosincrasia es bondad, belleza y paz. Entonces, ¿por qué, de dónde el Mal? Porque el ser humano es imperfecto y su mayor defecto es no poder concebir el absoluto como algo global, unívoco, indivisible en partículas menores que se vayan buscando e integrando en una dimensión mayor. Por eso, el hombre, para entender el Bien, tiene también que considerar su opuesto: el Mal, lo que le complementa y le da sentido, en su defectuosa concepción de lo que debe ser un Todo. De cualquier modo, Soledad tiene muy claro que prefiere ser Eva pecadora que serpiente taimada y que, aunque ella posee el don bíblico de asestar el golpe en la cabeza del inmundo reptil, si acaso osara herirla a ella en el carcañal, ella prefiere mil veces no tener siquiera la ocasión mínima de enfrentarse a tan viscoso animal. Ah, del Paraíso, ¿alguien abrirá?]

Soledad sabe que todos estos pensamientos que idea y razona entre nubes de algodones bermejas en el bermellón del ocaso de su horizonte tan íntimo y particular son meras perogrulladas, pero mantiene el cerebro activo, que falta le hace, por si un día tiene que enfrentarse al reto del homicidio que ya va urdiendo, muy despacio, eso sí, muy despacito, que las prisas nunca fueron buenas para nada, que se lo enseñó su madre cuando ella era solo rorroderrunrrundenanasdecebollaymandarina.

Pero Soledad no es un ser humano al uso: ella solo comprende dos opuestos que gobiernan su vida, y que nunca formarán, aglutinados, una unidad perfecta e indisoluble: el Sol y la Edad...


Soledad se sobresalta de súbito ante la nota tremenda, profunda y grave del trombón...

Soledad está sentada frente al televisor viendo/escuchando un concierto de música clásica... Soledad se enamoró del violín primero y se metió en sus entrañas, no sabe si para germinarlo o para llenarse ella de él.

Soledad sonríe mientras acaricia los conejillos de su mandil: no sabe si es ella una niña con pensamientos de mayor o una adulta con carencias de infancia... No sabe ella, no, pero sigue sonriendo como una tonta, mientras una zanahoria de su delantal se ha encaramado a sus dedos y le está pidiendo caricias, y Soledad la coge con inmensa suavidad y la restriega dulcemente –arco tensado– contra los bichitos de su delantal –violín trémulo y mimoso–. Y qué bonita también, madre, suena la música no escrita que sale de mi delantal tan espontáneamente restregado, y que es mía, que yo me he inventado en el pentagrama de mi mandil y que yo, madre, con todo mi amor, te dedico.

Ana Rosa M. Portillo

1 comentario

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Guest
Dec 12, 2022

Un texto precioso, lleno de ternura e imaginación. Los motivos cotidianos -el mandil de animalitos - se mezclan con algunos elementos casi mitológicos - el Sol, la Edad - que cohesionan la serie de textos de la autora. Los nubarrones que empañan el lirismo del fragmento - homicido que se va urdiendo - no ocultan la luz de los paraísos perdidos que ilumina la escritura de Ana Rosa M. Portillo.

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