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Soledad (XXX)

Hogar, dulce hogar, piensa hoy Soledad mientras se reafirma en la evidencia de que todo está bien aunque todo vaya mal.


«Me gusta cuando callas / porque estás como ausente...». Qué hermosos versos y cuánto le han gustado siempre a Soledad, cuando era una adolescente «normal» y se inventaba canciones para regalarse esperanzas.

Ah, entonces, cuando el Sol era un amigo que ponía brillo en sus ojos ahítos de ilusión; cuando la Edad era una palabra que sólo existía en el diccionario.

Neruda, la paz, la esperanza (también la desesperanza) y el amor. Todo revuelto en notas de canciones luminosas y esperanzas desesperadas desperezándose tras tanto hincharse en la búsqueda agónica del amor definitivo.

Qué tonto Neruda y qué tonta yo por escucharlo...

¿Acaso el poeta vislumbró un mundo sin agujeros, un cielo sin nubes negras, un infierno sin demonios y sin fuego?

Qué iluso, mas cuán amable.

En Neruda entreví yo por primera vez los senderos que se crean por relámpagos de inquina y que luego se van bifurcando —sin el permiso de Borges— en espesas selvas que van devorando sin piedad aquellos leves, sinceros impulsos que nacieron como tributo innegable al amor.


¿Y dó aquel amor, madre, primigenio de promesas imposibles? ¿Dó, madre, aquellos sueños inocentes delineados con pincel impregnado de sirope? ¿O dó, madre, aquella promesa de libertad incrustada entre las juntas de aquellos adoquines, que pretendieron engullir el mar en aquel París alucinante y alucinado de no hace tantos años?

¿Dó, madre, dó? ¿Continuamos tocando las notas de la escala musical: re /mi/fa/sol/la/si... do, para ver si lo encontramos? ¿Y para qué, madre, para qué, dime, si ninguna melodía podrá devolverme la imagen en el espejo, ni aquel amor imposible que tanto adoré... ni siquiera  tú, madre, ni siquiera a ti, madre, la canción más exquisita te me podrá devolver?

¿Será capaz alguien de pedirme que no llore, que deje de llorar más, si te me fuiste, madre, y me dejaste al abrigo desamparado de un kiosco de gominolas y regalices, de caramelos de menta y de corazones de azúcar, madre, tus preferidos, que yo lo sé, que yo te los regalo todas las noches cuando rezo, madre, mientras en el pequeño despiste que le intuyo a Dios por aburrimiento, te los voy envolviendo en pequeños papelillos de celofán de colores punteados con estrellas y lacitos... Y qué contenta yo, madre, intuyendo tu contento, tu regodeo nunca declarado de conejillorroyendosuzanahoriafavorita.

Ana Rosa M. Portillo

2 comentarios

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Guest
Nov 16, 2022

Un canto desgarrado y nostálgico a la pérdida de las ilusiones adolescentes. El tono a partir de la serie de interrogaciones recuerda la "Oda a Venecia ante el nar de los teatros", del libro Arde el mar, de Pere Gimferrer. La inocencia, el mar, la imagen en el espejo, las lágrimas y el desamparo son temas y motivos comunes. La imagen final de esos caramelos que se envuelven con un amor infinito y se regalan aprovechando los despistes y el aburrimiento de Dios cierra de forma certera este interesante fragmento lírico.

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Guest
Nov 15, 2022

Pues yo me arropo a mí msma en mi delantal, mientras me pregunto, eso sí, sin ningún tipo de agobio porque mi vida nació ya constreñida en un saquito de arena, para qué todo y para qué nada.

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