¡¡¡Llueve!!!
Se estremece la tierra, tan seca, en un crujido de topo moribundo; se resquebraja el suelo en una respiración profunda que constriñe las raíces de los árboles y amedrenta el leve color de las corolas de las valientes flores que aún resisten la sequía insaciable y la tímida llegada del otoño.
¡¡Llueve!!
Soledad se pega al alféizar de su ventana para no perder detalle de semejante prodigio. ¡Qué le va a importar mojarse si hoy, de momento, el Sol está vencido y la Edad se ha tomado un mínimo recreo para limpiar los cristales rayados de sus gafas ahumadas!
¡Llueve!
El mundo es un pulmón oxigenando su asfixia; un decorado de verde nuevo y ocre lustroso para amortiguar el cansancio de las miradas tanto tiempo enterradas en calima y sal.
Llueve.
Soledad es testigo privilegiado del efímero nacimiento de otro mundo más amable, lleno de ocres castaños y de cardos verdes... Las hojas amarillean, se amustian y caen... Pero los peciolos que las sostenían se fortalecen y se cierran –puño prieto protegiendo un embrión– para lucir preciosos y plenos la próxima primavera.
Sigue lloviendo, aunque ya menos.
Soledad duda de si rescatar de su armario el viejo chubasquero...
Se lo va a pensar mientras consiente con dulzura el incesto amable entre sus lágrimas y la lluvia.
No existe otro objetivo en su vida ahorita mismo: ni ser feliz o desdidachada; ni perdonar o matar: solo ver llover y sorber las dulces gotas. Solo soñar, contra toda esperanza, que no va a parar de llover nunca.
De súbito, Soledad ha fruncido el ceño... ¡Qué contrariedad: luego tendrá que limpiar los cristales de sus ventanas!
Ana Rosa M. Portillo
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