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Soledad (XXV)

Soledad, ayer, en su deseo recurrente –casi casi obsesivo– de ser feliz, ha vuelto a visitar el mar.

Esta vez es un mar un poco más abrupto o menos amable, el Cantábrico, donde el Sol tiene menos poderío y donde la Edad se vislumbra más perezosa o más cansada, quizás por ese tesón tan indoblegable que han demostrado siempre los cántabros y los vascones a lo largo de nuestra ya dilatada Historia.


Es ya de noche, muy de noche ya, casi casi de mañana: las 4:17 h en su reloj en un sábado de otoño donde no hay otoño: octubre en el corazón del mar.

Soledad anda asomada al mar en el mirador de la habitación de su hotel. El faro la deslumbra a ratos con sus ráfagas cronometradas. El mar suena y resuena en sus oídos (no embravecido; más bien amable), pero machacón machacón, brrruuu brrruuu, zruuui zruui, no sé por qué tan persistente... Será que es su destino, su idiosincrasia, su por qué ser.


Soledad se acuesta, ya cansada (¡qué dulce siempre la cama, aquí y en Pekín!); cierra los ojos: bajo sus párpados el sol y sombra del haz del faro; sus oídos poseídos por el tenue rugido del latir del mar...

¿Y cómo dormir así, madre, habitada yo por tanta luz y por tanto ruido?

En el hemisferio derecho del cerebro de Soledad, el tic-tac del tiempo, apremiándole una urgente solución sobre el destino de su asfixiante madrastra; en el hemisferio izquierdo, el tik-tok chino que no comprende, pero que intuye tenebroso y destructivo.


¿Y qué hacer, madre? ¿Cómo poder conciliar un sueño esperanzador de Bella Durmiente a la espera del dulce beso de un Príncipe Azul, que convierta la luz del faro en serpentinas de estrellas y el lamento del mar en cascabel de sonajero...? ¿Pero cómo, dime, madre, cómo dormir con tanto ruido y con tanta luz?

Ana Rosa M. Portillo
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