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Soledad (XXIV)

Soledad, hoy, para variar, ha decidido pasar una jornada feliz, sin seguir persiguiendo la sombra de su madrastra (¿cuándo, cuándo, ay madre, ensombrecerla frente al Sol, frente a la Edad... aniquilarla, madre, pero cuándo, cómo...? Soledad ya anda urdiendo el homicidio entre las entretelas de su delantal y de sus espejos...).


Pero hoy, Soledad, mira por dónde, ha decidido ser feliz, contra viento y marea. frente al Sol y su Edad, que ella ya se va oliendo esa relación, fácil de deshacer, que ahorita mismo, ya intuye cómo vencer...

Pero, justamente en este momento, Soledad se está enfrentando a dos mensajes  que le acaban de dejar perpleja...


Se acaba de leer Soledad una columna publicada por el gran Andrés Trapiello, en la que defiende dos frases demoledoras, por ciertas y por posibles de enviar a su Sol tan odiado y a su Edad, antes de que la desgaste más (y que tanto le convenienen en su nuevo proyecto de felicidad). La una es del inmenso Borges, esa cara siempre perpleja de ojos glaucos que, aun invidente, supo ver todo en el mundo de ayer y de hoy; un ciego que quedó ciego porque supo plantarle cara al Sol, cuando la Edad ya le iba requiriendo una mínima contención a sus  palabras, siempre tan certeras y, ay madre, tan demoledoras para fespíritus pusilánimes como el mío. Él, que comprendió que el saber ya no enseñaba nada, porque él era ya rey  del pasado y del presente, porque el futuro ya lo había inventado él en Aleph y el pasado lo tenía ya registrado en Funes el memorioso.

Pues ese hombre, madre, ese señor imposible por lejano, ay, madre, fue el gran maestro/estratega de mi formación, al que tanto debo, pues tanto me dio, porque me enseñó que el infinito es un junco, el junco una cobardía del aire que aún intenta retar y el aire..., ay, madre, ¡qué será el aire para los que, como yo, pretendemos estrangular el mundo...!


Pues el ya anciano Borges se atrevió a declarar un buen aciago día para él, con tanto relumbre de luz entontecida y antes apagada sin rozar el pabilo, él, ya viejo, ya invidente casi –según he leído en la columna de Trapiello–, que él solo había cometido un gran pecado en su ya prolongada vida, el más grande entre todos los que puede cometer un hombre, el más execrable y el más imperdonable: «no haber sido feliz».

¿Y cómo, madre, no llorar con ojos que aún pueden ver y, quizás discernir, ante frase tan demoledora y terrible? ¿Y quién soy yo, acaso, madre, crisálida de oruga sin resolver per aeternum, ante reflexión tan aguda, tan irrefutable, tan sin vuelta de hoja, madre, tan inamovible, madre, tan dolorosa, tan verdadera, madre, también? ¿Y cómo no llorar, madre, aunque hoy pretenda ser solo feliz?

¿Y qué decirte del inmenso Goethe, madre, que tú no sabes quién fue, pero que yo te explico: ese hombre de nombre imposible, de espíritu romántico, alemán, teutón del norte, ilustrado, admirador de los tremendos acordes del inconmensurable Wagner...?

Pues ese señor, madre, creo que, antes de proclamar al mundo la debacle que se nos venía encima, nos regaló el primer gran principio de la democracia, que ni cuidamos ni entendemos, aunque presumamos de ella con alaracas y maracas... Me he perdido, madre, como casi siempre... Pero te digo en una simple frase lo que él postuló, como quien dice que llueve, el principio de cualquier democracia que, de verdad, pretenda serlo: «Si cada ciudadano barriese el portal de su casa, todos los barrios de la ciudad permanecerían limpios». Y qué verdad es, madre, y cuánto lo pienso...


Soledad, ni corta ni perezosa, se ha amarrado más fuerte el delantal alrededor de su cintura (ay, todavía alalevedelleveabanico/avispa)  y se ha puesto, presta, a barrer la puerta de su casa, que, eso sí, da al norte. Por ella, que no quede.



Ana Rosa M. Portillo
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