A Soledad, ahora mismo, a las 17:43 h de la tarde, le acaba de asaltar ese recuerdo secreto que sólo ella conoce, y que tanto ha llegado a obsesionarle...
A Soledad le hubiese gustado tener una hija para llegar a comprender la conjunción indisoluble entre el Sol y la Edad, la asociación inquebrantable establecida desde siempre entre los binomios opuestos y complementarios del cielo y la tierra, del día y la noche, de la juventud y la vejez... Del no haber sido siquiera al ser plenamente... Y, así, entender la muerte a partir de la vida... O al revés...
Una hija con la que intercambiar las funciones de útero y cordón umbilical, de alimentar y ser alimentado, de cría a madre... de cuna a ataúd.
Una hija, sí, piensa Soledad, para poder encontrar en sus labios –mientras le muerden dulcemente los pezones de sus pechos devenidos temporalmente en ubres– las respuestas a tantas preguntas infantiles que ella aún sigue masticando en su cerebro enfermizo, aunque ya es mayor, sí, ya la Edad va permitiéndole a la luna, con mucha educación, eso sí, que le tiña de plata sus cabellos de Sol.
Una hija que intuya, que lea recto entre los renglones torcidos de sus pensamientos y deseos más recónditos, que comprenda porque sí, sólo porque es hija (carne de su carne, alma de su alma), que ella, Soledad, su madre, no es lo que todo el mundo cree...; es otra cosa, aunque no se sepa muy bien qué... Que la entienda, que la defienda, que la escude ante los insultos del prójimo, que le dé mimos y se los pida, que ría con ella, que llore con ella, que elija el vestido que más le guste y se lo vista, para después musitarle, arrobada, peluche de gatitorrunrrún o de perrito guauguau o de conejillo todo orejas, dientes y zanahorias –piquito de oro–: «Mamá, qué guapa eres y qué bonita te hago yo estar».
«Ser» y «Estar»... Una hija hubiese deseado tener Soledad, para alcanzar a comprender el ápice infinito de distancia que existe entre el «no ser» primigenio y el «no ser» póstumo, irrevocable ya.
Pero Soledad sabe que ya se le pasó el arroz: los dos novios que tuvo se esfumaron, los pajarillos volaron, el romero floreció sin ella percatarse y las nubes llovieron todas sus frustraciones cuando pudieron tapar al sol.
Pero Soledad guarda un secreto más secreto y más grande que el origen del mundo: en la parte más derecha e inferior de su corazón guarda una cajita de zinc que alberga una minúscula bolita mágica que es cuna de un bebé-niña que no para de reír, a veces de llorar también, mientras chupetea una zanahoria que un conejito le ha roído, runrunea con un gatito juguetón y pide agua (o leche) aprendiendo a hablar con el guauguau de un perrito canela y miel.
¿Aspirará esa niña en sus sueños –como Soledad aspira en los suyos– a canjear zanahoria por leche, runrún por rorró, guauguau por risa y llanto?
Soledad piensa que sí, pero sabe que no.
En eso se recrea esta tarde Soledad, madre hermafrofita que se sabe, mientras entrelaza dulcemente sus dedos entre las costuras de su delantal favorito repleto de perritos, de gatitos, de conejillos verdigrises y de zanahorias, misiles del ocaso preparados para apuntalar cualquier cielo.
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