Acaba de levantarse hoy Soledad como con un resorte en el culo... ¿Qué me ha asustado tanto, madre; por qué no estás a mi lado cuando tanto te necesito?
Soledad es, como todos (y todas, ja), a veces injusta: olvida que no es el centro del universo; olvida que ese Sol al que tanto odia y que tiene inmensamente más Edad que ella le ha de poder irremediablemente.
Ante esta evidencia que ni ella se resiste a aceptar (ay, madre amada, ¿dónde estás, donde aquellas gominolas rellenas de regaliz y de menta, dónde, madre, dónde están?), Soledad se entristece y se arruga como una persiana veneciana o mallorquí al uso moderno.
Tantas promesas, sí, madre, ya sé, circunvalando la vida y la muerte, haciéndome sentir a tu libre/engañoso entender que lo bueno era malo y lo malo, ay, bueno.
¿Por qué siempre me engañaste, madre, si tú eras toda mi vida, toda mi ilusión, toda mi esperanza, todo lo que para mi pequeño ser podía ser lo más grande del mundo? ¿Por qué, madre, fuiste tú, precisamente tú quien me mostrara el infinito poder del Sol, cuando tu Edad iba ya decayendo, postrada bajo una lúgubre lámpara con las pilas apagadas?
Ay, madre, ¿y cómo no odiar al Sol, hoy que lo pienso, si me robó tu secreto –siempre agazapado bajo la sombra de tu Edad– cuando tú eras solo sonrisa leve, camisón roto por detrás en la aséptica habitación de un hospital sin nombre, porque todos son iguales, enaguas acrónicas, peluche desvencijado, ángel alado sin aire, corazón arrítmico de Dios?
¡Ay, madre, cuánto te quiero, cuánto te necesito y cuánto te añoro!
No te preocupes, madre, yo te prometo que me vengaré del Sol... Ya lo vengo haciendo...
Y ¡ay madre mía del alma!; dime tú desde donde estés cómo le digo a Dios que se equivocó desde el mismísimo momento en que ideó la gran hazaña de crear el mundo...
¡Ay, madre...! ¿Y cómo y cuándo se lo digo...? ¿Se lo dices tú mejor, que estás más cerca?
La vida y la muerte de la mano... gracias