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Soledad (XII)

Soledad se acuesta hoy con su camisón, no porque sea carca, sino porque, después de probarse el pijama, ella sigue prefiriendo el camisón, aunque a veces se le arrugue entre los riñones, y mañana, al despertar, sienta un ligero dolor en su muslo derecho... No, por eso hoy no sufre Soledad.


Hoy, Soledad, está muy pero que muy muy lejos del Sol y de la Edad que, incansable, le sigue prometiendo ese tiránico sol.


Soledad recuerda ahora, desgranando entre sus manos una espiga de trigo que ayer mismo compró en el Corte Inglés...


Soledad hoy imagina el hambre que puede sufrir el mundo, porque Ucrania y Rusia no se entienden, y porque no nos entendemos nadie: damos lo justo, y somos ya héroes.


Pues no, piensa Soledad.

Pero resulta que, al cabo de este cabo, Soledad recordó a aquel otro novio que tuvo a sus 27 años y que tanto le duró, y que nunca jamás podrá olvidar, porque sólo ella sabe cuántas noches se le sigue apareciendo como mártir, siendo, no obstante, cabrón.


Heliodoro se llamaba (otro hijo del Sol, qué castigo me persigue).

Éramos entonces guapos ambos dignos hijos del gran Sol (nadie pensaba entonces en la Edad, algo tan poco chic).

Pues ese tal Heliodoro, que sepáis presuntos lectores, me cameló y persiguió hasta que él fin puso su fin y su basta, porque a Soledad le pudo aquel deseo machista de Helidoro, su novio de entonces.

Heliodoro le preguntaba a Soledad: «¿me quieres?». Y Soledad miraba para otro lado: ella no quería querer a unos calzoncillos Hugo Boss.

Helidoro insiste: «¿te gusta mi último perfume de Rituals?».

Soledad le dice que sí, mientras sigue acumulando sal en la almohada que recibe todas y todas las noches sus infinitos llantos de dulzura y de aflicción.

Porque Soledad amó infinitamente a Heliodoro, que le prometió regalarle un carro de fuego para poder al infinito Sol...

Soledad nunca recibió don tan deseado.


Heliodoro se largó sin decir nada (tras tantos momentos irrepetibles de unos aquellos sus ojos, extrañamente amarillos [¿Alfanhuí?]). Heliodoro era lindo, hecho de dientes de león y de tulipanes albinos, definitivamente esclavos del astro rey, ese rey que me atormenta y que él me regalaba cada mañana, todas y todas las mañanas, anulando, sin él saberlo, mi enconado afán de matar al Sol.


Pero yo, pese a las llamadas de auxilio que sus ojos me clamaban a diario (ojos líquidos también, a los que siempre desoí, ojos de azafrán y miel, de tomillo y esparto... ¿Qué hacer?).


Desoí su llamada de auxilio, como quien piensa que nunca llueve en el Sahara.

Soledad recuerda ahora mismo todo esto, y se niega a mirarse en ese espejo que tanto le da, y que tanto le quita también.


Porque Soledad un día, presuntos y muy queridos lectores, fue hermosa, amable, optimista y excelsa, hasta que un día, una cruel Demiurga le abdujo la Identidad: ese ser no ser, que a todos nos preocupa, desde tempos abisales, pero que mi Horrible Hacedora no quiere atribuirme a mí, mera comparsa, bufona a medias de una mala sátira que ni Ella entiende...


¿Qué hacer, amados míos: la mato, me mato, o nos destruimos las dos?

Pido opinión: según juzguéis, asesinaré o acabaré asesinada.

Imagen de Soledad Da Rosa, artista plástica
Ana Rosa M. Portillo



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