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Soledad (XI)

Soledad sigue absorta contemplándose en los dos espejos que la miran y la retrotraen a otros tiempos, a otras vidas: el espejo de su alma y el del lavabo de su casa...

De pronto, el azogue ha tornado amapola y violeta...

Hace 23 años...


También era primavera en el Corte Inglés, en los campos y en su vida...


Cecilia continúa regando con sus lágrimas su nunca marchito ramito de violetas, mientras es observada de reojo por la mirada de ese hombre que la ama desde otro mundo hecho de silencio y de resignación (aquello sí que era amor... quien lo probó lo sabe).


También Soledad amó y fue amada, mucho antes de ser abducida por su Narradora.

¿Qué será de aquel su adorado Eliseo, a quien tanto amó y del que tanto amor también recibió? ¿Dónde quedan aquellos abriles, aquellos otros mayos explotados de violetas y amapolas?; aquellas espigas que tantos panes prometieron y cumplieron; aquellas chiviritas que disputaban la blancura de los lirios; aquellas rosas que limaban sus espinas en los cardos borriqueros que, sabiéndose feos, las amaban en silencio, avergonzados, tímidos, siempre pecadores de pensamiento.

Sí, porque Soledad fue amada y amó, cuando era joven, cuando era guapa, cuando su pérfida Hacedora aún no le había calzado con el horroroso zapato de tacón chato que disimula la cojera de la polio con la que tan injustamente la ha castigado... ¿Por qué? Eso Soledad no lo sabe...


Ahora no quiere pensarlo (ya va urdiendo su venganza, ya va tomando forma, ya...). Ahora solo importa Eliseo.


El espejo le devuelve sus ojos, pura miel, dulce miel, que lloraban lágrimas de ámbar que ella relamía con tanta avaricia... ¿Dónde aquellos ojos, aquellas manos de nácar que recorrían con tanta avaricia la espiga cimbreante y anhelante de su cuerpo recién desgajado de la tierra? ¿Dónde aquella avaricia avariciosa de su infinita sed insaciable? ¿Dónde, dónde aquellos tiempos, aquellas primaveras, aquellas amapolas, aquel ramito de violetas que prometía una eternidad tan eterna...?


De todo aquello, solo prevalece el Corte Inglés. Pero Soledad no olvida, recuerda todos los hermosos pasados que fueron ríos en llegar al mar, y va alimentando e incrementando ese rencor que, intuye, la salvará de su presente exento de primavera.


El Sol y la Edad están firmando el conjuro que dará paso a la noche (no se sabe todavía si será blanca o será negra: la luna amanece en pañales).



Cuadro de Soledad Da Rosa, artista plástica


Ana Rosa M. Portillo

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