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Soledad (VIII)

Esta mañana se levantó Soledad un poco más cansada de lo habitual. Se miró al espejo y se sintió un poco más vieja, como con más Edad. Tras los cristales, el gris de tantos días luchando, incansable, con las sombras que se empecinan en ocupar los días y las noches (para ellas no existe el desahucio): un día más no saldrá el Sol. Soledad se vuelve a arrebujar entre las sábanas, especialmente melancólica hoy. De pronto se yergue, se espabila, sonríe... ¡Me voy al mar! Prepara un macutillo a toda prisa y se larga en el primer autobús... ¡Qué lejos está el mar! ¡Y cuánta osadía la suya! Ahora siente con cierto pesar que no reflexionó demasiado, que ella es cobarde... Y está sola. —Pues, pese a todo, Soledad emprendió su viaje –ya más por orgullo que por convicción– y tras 10 horas de viaje, Soledad intuyó, olió y vio el mar. —(La sonrisa de sus labios nadie sabe si se volverá a dibujar tan sincera, tan perpleja, tan desconfiada también.) —Soledad, diga lo que diga, y piense lo que piense, tampoco puede prescindir del Sol, por mucho que, por Edad, pretenda ponerle cara. Pero ¿qué importa, si mañana Soledad se va al mar?


Imagen de Soledad Da Rosa, artista plástica

Ana Rosa M. Portillo




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