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Soledad navideña

«Perdóname por ir así buscándote/Perdóname por ir así amándote...» Jo, qué versos los de Salinas (el segundo verso se lo inventa Soledad porque le gusta, porque le apetece) buscando perdón y amor, un señor llamado Pedro, como cualquiera, que amó sin ser amado, como casi todos desde el principio de los tiempos hasta el final de sus Escrituras también. (A ver qué se ha creído ese.)


¿Y qué exigirle al tiempo, madre, y qué a la sal de un tal Salinas carente de sal, sin embargo, y qué a ese amor que no pudo siquiera rozar (tan fácil un pequeño gesto de mano difusa, un azucarillo de corazón, un conejillo que roe, un ratoncito que sigue royendo, una lágrima de zanahoria que no encuentra su conejillo-madre favorito, un pingüino muy pequeñito en el delantal que Soledad nunca vio [¡son tantos los muñequitos!], y que ahorita mismo se yergue, sin pescuezo, sin pico, sin voz: un hipo de la nada y para la nada, para intentar en un susurro pronunciar mi nombre...

—«Madre», dijo, y «Ana Rosa», musitó.


Y qué hacer, madre, con este frío, con este espanto desnudo, sin metáforas posibles, madre, si yo solo soy metáfora, ala aleve de leve abanico, que un día inventó en español un poeta que no era español, pero casi, porque era nicaragüense, creo, madre, que quiso pasar por la vida haciendo mucho ruido, pero exigiendo una torre de cristal, que sí, madre, que fue grande,  pero también entelequia (difuso sueño de demiurgo atenazado en su narcisismo, ahíto de apetitos insaciables de incontenible estética y felicidad ¡Oh Modernismo incipiente, quizás nunca suficientemente loado!) (¿Quién le robó a Rubén Darío aquella princesa triste, aquella infranqueable torre de marfil que rápidamente quiso usurparle J. R. J., todos reventando gloria y eternidad?). Insoportablelevedaddelserdelnoserydelmorirenlagloria... ¡Qué insoportable, madre, el gran poeta, pretendiendo siempre corregir lo incorregible, pero mil veces corregido!

¡Qué insoportable J. R. J. , tan dulce, tan ácido, tan enamorando mozas vírgenes para inflar su ego (que no sus cojones, ni sus siempre delicados silos de semen, pobre Zenobia, lectora incorregible de sus siempre incorregibles poemas, ¡uf!...)


Jacinta tuvo una vaca. (Mamá, ¿te acuerdas, cuando yo era un renacuajo muy torpe allá en la charca aún no del todo pestilente y tú me decías, madre, y tú me arengabas, madre, y me gritabas y me ensordecías, madre, y me repetías y me superrepetías, y me clamabas, madre, que te vayas, niña, que te alejes, hija, que ahí solo hay miseria, semen putrefacto de estiércoles estériles, antiguos especímenes de nuestra antigua raza...)

Y yo, madre, estupefacta, espantada, estudiando el rictus de tus labios desencajados (sin rostro, madre, sin boca ya, ay) sin alcanzar a comprender que yo soy el último –¿penúltimo?– engendro de esa raza de víboras y de alimañas...

¿Por qué, madre, dime por qué me metiste en esta vorágine de monstruos, de dudas, de no saber qué ni para qué?

¿A qué juegas, madre, que no me adviertes de nada, que ya no me das caricias ni esperanzas con tus dedos delicados? ¿Quieres que me vaya? ¿Quieres que te anule, a ti, madre mía de mi alma, la que más caricias me dio, la que más azucarillos recibió, la que yo, madre, más deseo ver envuelta en serpentinas de Sol, en esos papelillos  de colores de celofán de los de siempre, sin Edad, que yo sé, madre, que envuelven aquellos polvorones imposibles por dulces y por suaves, sí, madre, te acuerdas, aquellos que se deshacían, tan tiernos, tan inmaculados, de harina blanca y azúcar blanquilla, sí, madre, entonando todos los años la Navidad, y que tanto siempre te gustaron?


A Soledad le saltó del delantal un conejillo respondón que le preguntó que de qué iba ella, que por qué esas palabras y esa acidez... Soledad, sin querer, ha mojado sus labios que están y no están (porque existe un espejo que persiste en negar la ralidad dudosa de su rostro) en un leve beso que, sin querer casi, le ha regalado a la leve  lágrima de una zanahoria que pertenece a su conejillo más rebelde y respondón: porque sí, mi niño, porque sí, mi alma, porque no existe poeta que pueda cantar mi pena, porque es pequeña para cualquiera, pero inmensa para mí.

Soledad sorbe sus lágrimas llenas de mocos, jugando con sus muñequitos, haciendo como que no pasa nada, porque ella los dibujó y los cosió para que fueran felices.


Soledad va a preparar el árbol que decora todos los años con muchos animalitos  y muchas golosinas de colores que ella ha ido elaborando con plastilinas que le regala el señor que regenta el quiosco que hay debajo de su casa, tan amable y atento siempre el señor (un árbol muy bonito al que no pone luces, por temor a que derritan las dulces figuritas de plastilina, como si fueran terrones de azúcar). Pero este año va a añadirle unos polvorones de harina y azúcar blancos que compró ayer en el LUPA...

Sonríe, satisfecha, Soledad. Hala, ¡a trabajar!


FELIZ NAVIDAD.

Imagen diseñada por Neila Rodríguez

Ana Rosa M. Portillo



3 comentarios

3 comentários


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25 de dez. de 2022

Pero si Soledad no es pobre, rs demsiado ricza!!! Oh!

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Convidado:
25 de dez. de 2022

Pues sí, pues Soledad no supo decir lo que finalmente dijo... Y qué reprocharle, si mo sabe ella ni por qué ni para qué...

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Convidado:
25 de dez. de 2022

Hay en este texto un montón dw matices que se le escaparon a Soledad uen otras entregas: un cansancio de vivir ya, una vaca que nació para sobrevivir un día, con suerte, quizás ; unas ranas que solo fueron renacuajos, y para qué más, por la gracia de Dios... Y unos polvoronores para rechupetearse los dedos... Dejémoslo así, que nuestra pobre Soledad también tiene derecho a enfadarse y a reivindicar 😚

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