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Soledad (LVIII)

Soledad todavía está estremecida por su osadía. Os cuenta, fieles lectores:

Resulta que existe un Viejo por su barrio al que ella, no sabe muy bien por qué, idolatra y tiene elevado a los más altos altares: Es tan elegante, tan guapo (pese a sus, seguramente noventaitantos años ya), tan alto, sin bastón de apoyo aún, la espalda ligeramente curvada, pero aún enhiesta, el pelo encrespado negándose a caer, incluso a blanquear... Camina ligeramente tambaleante a la izquierda, los ojos licuados y traviesos, la boca distendida en un rictus de hartazgo, de ansiedad y de tristeza... Todo lo mira, sin verlo demasiado bien –Soledad intuye–, como queriendo repasar y aprenderse de memoria un pasado que fue, incluso antes que él, pero que a él le hizo...; el vaquero algo raído por los bajos, mas entero e impecable sobre su cuerpo enjuto; la camisa azul celeste (perfectamente planchada, que se la plancha él mismo, que yo lo sé, que me lo dijo el Peque) planchando su tórax impecable –leve barriga sin más–; la americana cruda de hilo casi sin arrugas que envuelve su envoltura como si hubiese caído de una nube juguetona directamente a su cuerpo.

Soledad lo llama su "Viejo" no porque tenga cara de pan ni coma nunca siquiera en la mesa de Sara, sino porque, siempre que lo ve, Soledad se derrite un poquito de amor.

Soledad, sobre la minúscula galería que cierra su balcón, colocó hace tiempo (y lo que le costó) un pequeño espejo que desconoce su madrastra, para ella ver por detrás sin ser ella observada por ningún flanco.

Pues hete aquí que esta noche Soledad, mientras, sentada en su balcón, jugueteaba con sus dedos sobre su inmaculado delantal, ha distinguido perfectamente la figura de su –en silencio– amado Viejo,  a través de su  muy especial espejitomágicoqueyosoylamásguapa... Y no ha podido resistirse al imperio de la gran bonanza de su corazón: se ha calzado apresurada las zapatillas; se ha arremangado el delantal sobre sus vaqueros: ha cogido al tacto las llaves de la alacena-elefante del recibidor de su casa... Y ha bajado los 8 escalones que le conducen al portal a una velocidad suicida.

Jadeante, justo al girar la esquina izquierda, se ha topado con su Viejo... Y no se lo ha pensado dos veces: le ha pasado el brazo derecho por el cuello (¡qué alto es!) y le ha estampado un sonoro beso en la mejilla izquierda. El Viejo se ha quedado paralizado, se ha estirado, ha desviado sus ojos sorprendidos y felices hacia ella, le ha dicho: "¡Ehhh!"... Soledad ha girado la esquina a la derecha, corriendo, exhausta, asustada y feliz.

Un doberman adolescente se ha lanzado sobre su pecho con las dos patas delanteras, ladrando y ladrando como solo esos feos canes saben ladrar... Soledad ha gritado, aterrada; el dueño del perro le ha regalado un gesto obsceno; otros paisanos que lo han visto todo le han hecho un gesto como de aprobación con los dedos...

Soledad, agotada, ha subido deprisa a su casa. Ha cerrado herméticamente los cuartillos de su balcón y se ha echado a llorar, el delantal por pañuelo.

Hoy, madre, no han sido ni el Sol (era de noche) ni la Edad (¡se sintió tan joven Soledad, tan atrevida!), ni su mala Hacedora, que desconoce la existencia del espejito mágico de su balcón, que tanta vida le regala a ella, aunque no sea ni una pizca cotilla...

Hoy ha sido, madre, simplemente la vida, que no es que sea mala, pero tampoco buena, madre, porque tampoco, aunque quisiera, podría. Eso lo intuye ahora Soledad; mañana, más tranquila, lo analizará despacio, porque se huele que ese pensamiento tiene mucha miga y ella está en estos mismísimos momentos agotada.

El susto de Soledad ha sido mayúsculo. Su felicidad, también.

Fuente: The Artling

Ana Rosa M. Portillo

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Guest
Jun 28, 2023

Soledad... Te queremos más que a las amapolas, que bañan los trigos se sangre para otorgarle otro color al campo. Resiste

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