Soledad piensa hoy en un reloj de arena y en un tiempo que se desparrama, ¡ay!
Soledad ve ya muy cercano su final: su rostro ya se arrostró en el espejito mágico de la madrastra mala, aquella que mató la vida de la Bella Durmiente, para luego conferirle un final feliz con príncipe de cabello rubio, con sonrisa sin ripios y sin ajustes... Qué hermoso final, madre, ¿y será para mí también dibujado, madre, algún día en el que mis caballitos de cartón sean los dioses que gobiernen el mundo?
Pero, madre mía de mi alma, dime tú, que tanto sabes y que tanto ves...
¿Será posible un mundo regalado de algodones de fresas, donde solo exista la vida de los hombres que no teman el corrosivo imperio del Sol y el avasallador recordatorio de la Edad?
¿Será, madre, posible que un día sea yo solita dueña de mi Edad, de mis despertares exentos de Sol, de luz, que tú sabes, madre, que tanto me daña y me ciega, madre, que tú sabes madre, como madre, y que no puedo más?
¿Me permitirá, madre, quizás, el tiempo, un cucurucho de churros con un chocolatito caliente, madre, muy caliente, para que en el momento de emulsión yo sienta que no pasó nada, ay, madre, que solo fue un cometa que, sin el más mínimo respeto al imperativo de la velocidad de la luz, se vino a estrellar contra mí?
Y por qué, madre, me pregunto ahora, tuvo que aparecer ahora un nuevo Musk, un nuevo hacedor de desgracias inimaginables todavía, cuando ayer mismito pensábamos que el mundo era bonito, una gominola de sabores difusos, mezclados, nuevos, sospechosos... Pero gominola al fin.
¿Y cómo, madre, explicárselo a alguien, madre, si nadie me va a entender ni a creer?
Madre mía de mi vida, yo sé, porque tú me enseñaste, que he de vivir y callar. Ahí anda el secreto, madre, que yo lo sé porque tú me lo enseñaste.
Y ya me detengo, madre, porque te siento cansada cansada... Acurrúcate en el animado latido de mi delantal... Mis conejillos que devoran sus zanahorias dibujadas, mis gatitos que maúllan su derecho a vivir (por la tilde, sobre todo) y mis perritos, que siempre saben que mientras diga tu nombre, te acompañarán, madre mía de mi alma. Pronto compareceremos ante el Tribunal de la Edad, (tú, eso sí, madre, libre de todo cargo).
Y entonces, madre, ¿me ayudarás, verdad que sí, madre, a deshacer la tela de araña que, con tan poco esfuerzo, tejió mi mala Hacedora? ¿Lo harás, madre, por fortuna lo harás? Yo sé que sí.
Soledad ha arrancado una hoja ya amarillenta de su antiguo block de estudiante. Ha construido con ella un barquito de papel. Ha rellenado de agua la antigua bacinilla que reposa desde siempre bajo la exigua cama de invitados (nunca ocupada, por cierto). Ha posado con muchísimo cuidado el barquito, ligeramente escorado a la derecha, sobre la superficie inmensa de ese minúsculo mar... El delantal en pleno ha enmudecido: contempla, absorto, el origen del mundo.
Ana Rosa M. Portillo
Detrás de todas las preguntas, detrás de todas las explicaciones fantásticas y míticas, Soledad se sabe en posesión del secreto, un secreto que se muestra en un barquito de papel que navega en una bacinilla de su habitación de invitados. Es el aleph de Soledad, instruida por su madre en los misterios del mundo. Todas sus fantasías enmudecen ante la contemplación de la verdad. Soledad está agotada de sentir las embestidas de la luz y del tiempo, de esperar una realidad más acogedora, pero, tras ver navegar su barquito, parece que siente, por fin, un poco de tranquilidad.