Soledad hoy se ha saltado todos los prolegómenos de su vida robotizada, y se ha asomado a un nuevo balcón de vecinoperegrinoencontradoenlacalle, con gran joroba por mochila, eso sí, y él ha dicho, ha preguntado (¿creerá en Dios?) nada más ni nada menos que qué significan esos viejos tejados que se ven a través de estas galerías tan nuevas.
Soledad no sabe qué responder... Perpleja, estudia minuciosamente las tejas de los tejados de esa nueva casa aún sin gatos, y se ríe de repente, y se ríe más todavía, y no sabe cómo parar de reír... Ella, gata revestida de Sol y ya agotada de Edad, por fin dueña de todos los tejados de todas las casas de todo el mundo mundial. ¿No es para reírse?
De pronto surge una nube en el cielo, solo una, eso sí, bien negra... Solo una sola nube que amenaza el brillo almagra de las tejas de sus tejados recién conquistados... Soledad traga saliva... No podía ser perfecto ni siquiera este nuevo sueño tan absurdo, sí, también tan deseado, como todos los sueños, que sueños son, segismundos o pingüinos, cárceles o icebergs.
Vida, vida, ¿eres latido o ilusión? ¿Lo sabes tú, madre, o también lo ignoras? Yo nada sé, cada vez menos, y cada día que transcurre en mi reloj de arena mojado, siento que el tiempo se diluye en la misma nada que yo.
Los tejados resbalan gatos.
¿Y qué hacer, madre, ante tanto despropósito?
Ana Rosa M. Portillo
Soledad, dueña de todos los tejados del mundo, se siente libre y feliz por un instante. Ni siquiera los gatos han estrenado esa nueva visión que el mundo brinda a sus ojos. Se siente de nuevo peregrina, caminante. Pero una nube aparece, y sus pensamientos se ensombrecen de nuevo. Como Juan Ramón Jiménez en el poema Espacio, vuelve a interrogarse sobre el sentido de la vida; le pregunta a su madre, y los gatos, los imaginados inquilinos de sus nuevos tejados, resbalan y desaparecen. Los tejados resbalan gatos. Sólo por esa imagen merece la pena detenerse a leer este nuevo fragmento de las desilusiones y desazones de Soledad.