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Sociología de urgencia

Paseando hace unos días por las siete calles del casco viejo de Bilbao nos llamó la atención, a mi encantadora novia y a mí, el cambio experimentado por el paisanaje de hace veinte años acá: las cuadrillas vocingleras de zurito, pincho y mirada de lobo han sido sustituidas por hordas de turistas de piel clara, andar cansino en busca de una mesa donde cenar –a las ocho de la tarde– y mirar ovejuno entre los gastados adoquines, los últimos reductos para los viejos del lugar y el chapitel de la torre de la Catedral de Santiago. En los aledaños de la parte vieja, frente a la ría, camino del hotel, recorrimos con la inquietud del extranjero un par de calles atiborradas de gente de piel oscura: africanos, magrebíes y quizás latinos o caribeños; un mundo que nos era ajeno, preñado de saludos rituales, colmados y miradas de agua, blancas y retadoras.


Al regresar a Burgos pude constatar que nuestra ciudad no es ajena a las nuevas realidades sociales. Las últimas oleadas de emigrantes se asientan poco a poco en las otrora calles pequeñoburguesas como la calle Madrid, una vez ocupados otros espacios menos señoriales de la zona sur. Son grupos de gente pobre –vulnerables oficialmente– sin papeles o con trabajos de mierda –precarios oficialmente– con un pasado que no nos importa. Los hijos de las últimas clases medias miramos para otro lado y tratamos de mantener el tipo. El Titanic del bienestar se hunde, rematado por los misiles rusos, y los pasajeros de primera siguen bailando mientras los de tercera se ven con el agua al cuello. Los de primera clase, hijos y nietos de la plutocracia rural e industrial del pasado siglo, ya no pueden mantener a la chica de servicio, reciben con alegría las rentas de los pisos en alquiler y cubren a duras penas los gastos de sus hijos en el extranjero. Los de tercera, autónomos, obreros, trabajadores de la hostelería, saben que están condenados, azuzan a sus crías para que estudien, en el mejor de los casos y disfrutan del comienzo de la liga en diferido y con anuncios, porque no pueden pagar la televisión privada. La clase media de segunda división, la mía, la que creyó que el ascensor social no iba a tener averías, aunque sueña todavía con ser algún día del Club del Soto o de la Deportiva, rescinde las cuotas del gimnasio, prescinde de algunas actividades extraescolares de los niños, por supuesto friega, plancha y barre con dos licenciaturas en alguna carpeta, va de vez en cuando al Hipercor, pero mira de reojo la nueva parcela del Lidl, funciona, porque hay mucho funcionario, y escucha el chirriar del futuro, como sus abuelos escuchaban el croar de las ranas abajo, en el río, en las cálidas noches del verano.


¿Y los ricos, los que no están en ese Titanic que zozobra y tienen un yate en Altea con atraque a cojón de mico? Los ricos, ricos son, y mantienen sus fonditos que vuelven a dar un dinerito –son ricos a largo plazo– montan parques eólicos o huertos solares con información privilegiada de sus amiguitos los políticos corruptos, no van al Soto ni a la Depor, que en realidad es cosa de segundones, dan gracias a la vida y escuchan misa de 12 en la Catedral. Para ellos el tiempo y la sociología son cosas de gente leída y poco viajada. Pero ricachones debe de haber pocos en esta ciudad. A mí no me han presentado nunca a ninguno. Será por mi inglés, so rusty.


Fotografía realizada por Neila M.ª Rodríguez

El socio n.º 3

2 commentaires


Invité
13 sept. 2022

¡Estupendo! Pero... La misa de los ricos es la de doce en San Lesmes😏

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Invité
11 sept. 2022

¡Muy bueno!

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