En el tráfago de las actividades cotidianas, es difícil pararse a escuchar los chirridos y tableteos de fondo que provocan los desajustes en nuestro sistema de vida. Pero esos molestos ruidos están ahí, y si les aplicásemos un fonendoscopio, se convertirían en un horrísono estruendo difícil de soportar. Son ruidos de fondo que, como los zumbidos de una emisora que hemos sintonizado en un dial equivocado, no se merecen el esfuerzo de apretar el botón de las flechitas del mando a distancia de nuestro equipo hi-fi.
En el IES López de Mendoza tuve una profesora de Historia de orientación marxista que me gustaba mucho, tanto por sus turgencias como por sus animadas clases. Recuerdo cómo diseccionaba las formas del vivir que en el mundo han sido por capas, como si de una hamburguesa se tratara: la carne, la economía; la lechuga y el tomate, la sociedad; el queso, la política; y, envolviéndolo todo, un tierno panecillo, la cultura. Ella, Concepción Cantero, nos hablaba de estructuras y superestructuras, pero mi interés se dipersaba entre sus curvas y los rizos de Inés, que se sentaba delante de mí. En aquellos tiempos, y hasta mucho después, no prestaba ninguna atención a las disonancias que provoca nuestro diario quehacer.
Pero últimamente no dejo de escuchar esos malditos latidos bajo el suelo de la normalidad. Cuando miro el móvil nada más despertarme, pienso en los trabajadores de las minas de coltan de el Congo; mientras me ducho pienso en el gas que calienta el agua: viene de Argelia, es un gas bueno, pero, ¿y el gas de los alemanes?, ¿no están pagando miles de millones a los rusos? ¿No ha matado Putin en Mariúpol –la Ciudad de María, aclaró el Papa– a más de 20.000 personas? ¿No somos todos los europeos corresponsables de esas muertes? Después, me pongo una camiseta barata, de las de estar en casa y, ya saben, me vienen a la cabeza esas imágenes de mujeres y niños trabajando en pésimas condiciones en Tailandia. Desayuno, y los grumos del ColaCao me recuerdan un artículo en el que se describía la recolección del cacao como un trabajo no precisamente glamuroso, aunque sea ColaCao light, cero por ciento azúcar. Cojo el coche del garaje, con su motor de gasolina, y sopeso de nuevo si no podría haberme comprado un eléctrico, o al menos un híbrido, pero en el garaje no hay cargador y vete tú a saber cuánto cuesta su instalación, y me pesa mi huella de carbono y todo eso, que se derriten los polos y los osos blancos vagan perdidos encima de diminutos icebergs. A mediodía hago la compra en el súper, y miro las fresas del sur, recogidas por inmigrantes que sobreviven en los mares de plástico, y me compro una cestita, tan mona con su celofán. A media tarde voy a releer El extranjero y no lo encuentro en mis estanterías Kallax de Ikea, y por no ir un día de estos a la librería, lo pido en Amazon en dos minutos, pero mi Pepito Grillo posmoderno me hace visionar de nuevo ese anuncio en el que un mileurista se siente orgulloso de pertenecer a una gran empresa, cual organización esclavista progresista de Georgia, que le da de comer y le ha permitido terminar el Bachillerato en sus tiempos libres. Menos mal que hoy juega el Madrid, y vamos a ganar, y vamos a pasar a la final. El himno de la Champions ahoga todos esos ruidos molestos de fondo, que no terminan de írseme de la cabeza. En el descanso, una repartidora de Glovo me trae una hamburguesa del McDonald´s.
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Imagen diseñada por Neila Rodríguez, presidenta del Ateneo Burgalés
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