Se yergue, esbelta,
sobrepasa el campanil y la espadaña;
no amenaza, solo espera.
El cielo aguarda su vuelo,
las nubes, regocijadas, esperan
el rasguño encarnado de su pico
sobre su algodón tan virgen.
Pasa el cielo sobre ella,
corre el río bajo su mirada
oblicua, acechante;
los demás pájaros aguardan
que emprenda el vuelo
–elegante, reina–
para no molestar.
Bostezan los ojos del campanario,
resignados a contemplarla siempre,
poderosa,
soportando, mudos, el ingente peso
de su nido eterno.
Crotarán sus polluelos al aire
de la joven primavera.
El macho les suministrará
lombrices nuevas
(¿o carroña, quizá?),
la hembra les peinará las alas
para que estrenen el vuelo mientras
les canta al oído una dulce canción
de rorros nuevos y de blanca paz.
La cigüeña se yergue, esbelta,
reina de cielos, de nubes, de ríos
–más eterna que el tiempo– y,
elegante,
negra, blanca y roja
emprende el vuelo.
AnRos
La mirada de la poeta se detiene esta vez en la cigüeña, esa ave que tanto nos llama la atención a los urbanitas. Las cigüeñas habitan con tanta naturalidad entre nosotros que, como todo lo extraordinario cotidiano, no lo apreciamos. Pero sí la poeta. El poema capta el momento previo al vuelo de la cigüeña en una hermosa descripción estática de todo aquello que está sobre y por debajo del nido: el cielo, las nubes, el río y, más acá, el campanario. El bostezo de los ojos del campanario - originalísima imagen - adormece al lector, lo dispone para el sueño de la siguiente estrofa, una descripción de un ideal futuro. Finalmente, tras la ensoñación, la cigüeña emprende majestuosa…