Allá por el año 1995 hice el servicio militar obligatorio, la mili. Algunos de mis amigos, más leídos e inconformistas, con coleta o coletilla en el pelo y barba de ocho días, se decían objetores de conciencia. Yo, que siempre he sido hombre de buen conformar, acaté la llamada a filas. Y ahora, como también soy un clásico, les voy a contar historias de la mili, de mi mili, que no fue puta, sino más bien casta y refinada maestra.
Durante la fase de campamento en la base de Castrillo del Val, que duraba un mes, recibí instrucción teórico-práctica. Estas enseñanzas incluían técnicas de orientación, entre las que recuerdo, por ejemplo, que, en un día nublado, en las profundidades del bosque, puedes determinar qué dirección seguir por el musgo que se acumula en la cara norte de los troncos. O por los líquenes, no estoy seguro. También asimilé nociones básicas de Guerra NBQ (Nuclear, Bacteriológica, Química). Yo pertenecía al RACA 46, Regimiento de Artillería de Campaña, por lo que tuve la oportunidad de internarme en el terreno de la balística, aunque nunca disparé un cañón. Lo que sí disparé unas cuantas veces fue un cetme, un fusil naziespañol cuyas piezas había que aprender a desmontar y montar sobre un trapo en un tiempo récord. Incluso había que saber hacerlo por la noche, con escasísima visibilidad. Por otra parte recibí, naturalmente, la instrucción por antonomasia, el noble arte de desfilar; como era el más bajito de la compañía, mi posición era alternativamente la de último o primero de fila, en función del ¡media vuelta, ar! En ambas direcciones, tenía que alargar el paso, estar muy atento a las voces del sargento –que se dirigía a mí como gafitas, gafitas– y conseguir que el cetme, al cambiarlo de hombro, no se me enredara con el cinto del tres cuartos –cuatrocuartos fue mi segundo mote– o me tirara la gorra; finalmente, había que prever el ¡aaalto! con antelación suficiente para no dar un paso de más, de fatales consecuencias. Comprobado mi porte y gallardía, pronto conseguí el pase pernocta, hasta latín aprendes en el ejército, por lo que dormí sólo, y obviamente solo, un par de veces en Castrillo del Val, las suficientes para que mis compañeros de camareta, por mi posición yacente con las manos entrelazadas, me motejaran Tutankamon.
Después del periodo de instrucción, y dadas mis condiciones innatas para el mando y mi naturaleza feroz, me hicieron cabo. Me destinaron al edificio del Gobierno Militar que estaba, y está, al comienzo de la calle Vitoria y, después de pasar un test psicotécnico de alta precisión, y habiendo llegado a oídos del capitán mi dominio de la mecanografía, me nombraron cabo furriel, quien es el encargado de controlar el almacén y, lo que era mucho más importante, quien elabora los cuadrantes de turnos y permisos. Las noches de guardia leía de pie, con el cetme apoyado en la pared, una edición de Azul..., de Rubén Darío, que me cabía en el bolso lateral del holgado pantalón. Mis nuevos compañeros dieron en llamarme el fugi, ya que siempre he pronunciado con dificultad la letra erre. Así pues, en menos de dos meses había acumulado más honores, cargos y remoquetes que en toda mi vida.
La verdad es que en aquella oficina no había nada que hacer. En realidad, no había nada, como en la casa del escudero: una mesa de despacho con su sillón, una estantería con un solo libro (un diccionario de la lengua española que leía con entusiasmo) y una máquina de escribir con su correspondiente silla. De vez en cuando, hacía un apunte en el libro de almacén. Otras veces, pocas, visto y no visto, me levantaba del sillón, me ponía a la máquina y rellenaba un parte de permiso. Después, regresaba al sillón y seguía leyendo el diccionario. Desde aquella trinchera, algunas mañanas, a última hora, observaba cómo un brigada, rubio y bien parecido, entraba en el almacén y salía con dos bolsas de deporte a rebosar. El rubiales no apuntaba nada en el libro de registro. Para el que no lo sepa, brigada, en el escalafón militar, está mucho más arriba que cabo furriel, que fugi. Yo, el gafitas-gafitas, el cuatrocuartos, el Tutankamon, no decía nada y seguía leyendo el diccionario. Hasta que un día el mentado brigada, en una de sus incursiones, escamado por mi mirada acusadora, me preguntó:
—¿Qué hace usted?
Yo, cándidamente, le contesté:
—Leer el diccionario.
A lo cual él, muy digno y seguro de sí mismo, me espetó:
—Eso es perder el tiempo.
El socio n.º 3
Jajaja. Le ha dado hoy a usted, amigo, por destilar un poquito de humor. También se agradece, no crea.
La bendita / maldita mili fue un espanto para casi todos aquellos soldados rasos, que no tuvieron la oportunidad de manejar entre sus manos un bendito Diccionario... ; tan solo ese "fusil" obligatorio al que tú, amigo, con tanta gracia te refieres...
Menos mal que ya pasó aquel castigo absurdo.
Gracias por ofrecernos una versión tragicómica del mismo.
Sigue creciendo, cadete.
Ha debido usted de oír mis carcajadas desde donde quiera que esté ahora mismo.
Y hoy me callo, para seguir riendo.
Muchas gracias, querido socio número tres...