«La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras que el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas.
Dijo Dios: “Exista la luz”. Y la luz existió.»
El comienzo del Génesis es el ejemplo por antonomasia del poder de la palabra, del significado profundo de la oralidad. Al pronunciarlos, los nombres devienen realidad. Pero en este fragmento hay algo más: «el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas». Para intentar entender este aspecto primigenio del ser, previo al existir, recordemos unos versos de Antonio Machado: «A distinguir me paro las voces de los ecos, / y escucho solamente, entre las voces, una». ¿Qué son esos ecos? ¿Qué son esas voces que escucha el poeta?
Desde mi punto de vista, el continuo caudal de palabras que fluye por nuestro cerebro, junto al río sináptico de Wernicke, precede al existir de las cosas; y la conciencia divina, al existir del mundo. Las voces son el pensamiento íntimo, silencioso, el manantial oculto en la ladera del morabito, ese fluido verbal personalísimo que atraviesa nuestra conciencia en raras ocasiones y que, aún con menor frecuencia, surge al exterior. Machado, por lo tanto, escucha solamente su voz interior. Y sabe atraparla en sus versos.
¿Y los ecos? ¿Qué son esos ecos que obligan a pararse a Machado en su deambular interior? Los ecos, pienso yo, son todas aquellas voces prestadas que creemos propias, parte de nuestra voz, cuando no son más que corta y pega, vacua polifonía intertextual que diría el erudito, citas ajenas, inútil palabrería.
Todas estas sesudas reflexiones me han rondado estos días la cabeza después de escuchar el jueves pasado, a eso de las once de la noche, paseando del brazo de mi encantadora novia por los soportales de la Plaza Mayor cercanos ya a la calle Sombrería, la voz airada de Mari Cruz Ebro. No era la señorita Ebro, a la sazón secretaria y tesorera del Ateneo de Burgos, mucho de dar voces. Pero ese jueves, el 11 de octubre de 1936, en la tertulia El Ciprés, su voz se alzaba desgarrada, alta y clara: «Decidme, ¿qué había hecho Antonio? ¿Qué había hecho, sino trabajar por Burgos toda su vida? Por Dios... ¡Tenía 34 años! ¡Era nuestro amigo!». Nadie responde. Gonzalo Díez de la Lastra, el archivero municipal, mira al suelo. Próspero García Gallardo aprieta los puños. Nunca más volverán a reunirse en el café Candela, ni en ningún otro sitio. Las palabras de Mari Cruz Ebro estarán a punto de costarle la vida. El 9 de marzo de 1941, justo 17 años después de su fundación, mirándole a los ojos, la señorita Ebro entrega los libros del Ateneo de Burgos al archivero municipal.
A lo largo de esta semana me he parado a escuchar otras voces por las calles de Burgos. Como diminutos fragmentos del inmenso fractal del hablar humano, las conversaciones de nuestros antepasados siguen flotando, ingrávidas y sutiles como pompas de jabón, para el caminante que detenga un momento sus pasos y aguce el oído.
Una tarde me senté en el primer banco del Espolón junto al Polisón y me entretuve con los chismorreos del Salón de Recreo, con las risas de las damiselas, con los requiebros de los pisaverdes, con los bostezos de una jovencísima María Teresa León Goyri, con el buen decir de Anselmo Salvá. Enfrente, junto al escaparate de la librería Espolón, Jacinto Ontañón y el señor Bessón platicaban pausadamente. Un poco más allá, por las ventanas del Círculo de la Unión escapaban infinidad de pompitas incoloras, insustanciales, repetitivas. Sobre la puerta del Palacio Provincial de la Diputación capté los ecos de los discursos de la Institución Fernán González, las burbujas negras de los silencios de Luciano Huidobro, de Ismael García Rámila, de Teófilo López Mata, de Gonzalo Díez de la Lastra, quien seguía mirando al suelo.
Al día siguiente, al pasar por la calle de la Puebla, me demoré unos minutos para disfrutar de los gorgoritos del Bardeblás; un poco más adelante, el torrente de historias que fluía del Café Mármedi me obligó a sentarme un buen rato en el bordillo de un portal: las voces de Virgilio Mazuela, de Tino Barriuso, de Carlos de la Sierra o de unos jovencísimos Óscar Esquivias y Carlos Briones se entreveraban con otras muchas, originalísimas, densas, profundas. Al levantarme, la voz de Tino, encapsulada en una hermosa burbuja rosácea, voló, arrastrada por la suave brisa del tiempo, hasta el Bar-Restaurante Miraflores.
Algunas otras paradas hice los días posteriores, atento a los gorgoritos vocales que surgían por doquier. Así, me paré junto a la antigua Casa del Pueblo en la calle Fernán González para escuchar la animada cháchara entre Luis Labín y Eloy García de Quevedo, pasé por el reabierto Callejón de las Brujas y llegué al Cafeto Madrid, pero la música de Tuco no dejaba oír nada; bajé al café La Antigua, acorté mis pasos mientras recorría la fachada del instituto Cardenal López de Mendoza y regresé a la Plaza Mayor, donde observé las miles de burbujitas que se escapaban de El Palomar. Alguien me ha dicho que las personas con oído absoluto pueden atender incluso las charletas de Miguelón con sus amigos, los desasosegados susurros de las monjas de Las Huelgas, la gran burbuja blanca de la oración de los cartujos.
Todo esto me confirmó el conocido adagio latino: Verba volant, scripta manent. Lo escrito permanece oculto, invisible a los ojos del peregrino, mientras que lo dicho, si es un decir verdadero, vuela, flota sobre el alma de la ciudad y titila en los corazones inquietos.
El socio n.º 3
Muy hermoso este artículo, estimado socio, y muy laboriosamente elaborado a base de indagar en archivos y libracos roídos por el tiempo y por las ratas.
las burbujas de las voces que fueron y de los ecos que suscitaron asaltan al autor a su paso por los lugares más emblemáticos de nuestro Burgos de no hace tanto tiempo. La intelectualidad escupe palabras que traducen pensamientos e ideologías de por aquel entonces, lugares y voces en blanco y negro frente al color de actualidad que va abriendo nuestro paseante, estela de pasos con sus ecos que separa y une pasado y presente. Original y logrado.
Y sí, primero existieron las cosas y, luego, la palabra las confirió realidad. Machado sólo es…
El cerebro humano produce al día sesenta mil pensamientos, la mayor parte automáticos, pero una pequeña parte se traduce en palabras,, hablamos solos, y algunos pensamientos brotan como pompas de jabón, otros cargamos con el casco de Maliki y nos salen más eléctricos.
Tuve la suerte de conocer a Tino Barriuso cuando estudiaba en el Mendoza con su voz tan profunda nos leía versos de Machado.
También tuve la oportunidad de conocer a una de las primeras mujeres que estudiaron en el Mendoza, como el centro era masculino, la separaban con un biombo del resto de sus compañeros y allí convivía con sus pensamientos valientes y optimistas