Decíamos en los artículos anteriores que, en el círculo de la confianza ancestral, los cuentos del chamán, la dialéctica de los maestros, las exhortaciones sin respuesta de las salas capitulares y el acervo popular –desde la más vulgar chocarrería hasta la más acertada sentencia– esculpieron una forma de hablar a la que hemos llamado artesanía de la conversación. Pero hete aquí que pronto esa artesanía se elevará a la categoría de arte y para muchos hombres (y, sobre todo, mujeres) dominar el arte de la conversación se convertirá en uno de sus pasatiempos favoritos.
Tal habilidad alcanzó su máximo esplendor, como es bien sabido, en las reuniones de alta sociedad francesa del Antiguo Régimen. En principio, la anfitriona –como les decía, eran mayoritariamente damas, las precieuses, las que promovían esos encuentros– recibía a sus invitados acostada en su cama. Los afortunados invitados desplegaban su plumaje oratorio sentados en ornamentadas sillas o taburetes de ébano colocados en la ruelle, la callejuela entre el lecho y el sinfonier à la Tronchin –con una tapa abatible para escribir– la commode o lo que hubiere. Cuando esos encuentros pasaron al salón principal, la cosa perdió picardía, pero ganó en enjundia. Los asistentes se renombraban como Hippolyté, Icare, Perséphone o Terpsichore, recitaban madrigales, tocaban el clavecín y cogían el asa diminuta de las tacitas de chocolate de porcelana china entre el pulgar y el meñique. Poco a poco las bellas artes dejaron paso a la filosofía, a la crítica literaria y, lo que es peor, a la política. Surgieron intrigas, camarillas, contubernios y, quién lo iba a decir, revolucionarios de salón. En las “oficinas de la mente”, mirando disimuladamente el escote y las bas bleus de la salonnière, se fraguó la Revolución Francesa.
En la España afrancesada también hubo círculos ilustrados y reuniones en casas particulares donde se le daba al caletre y a la sinhueso. Pero, desde la que tenía lugar en la casa del marqués de Villena, donde surgió la idea de la Real Academia Española, pasando por la de la condesa de Lemos, conocida como la Academia del Buen Gusto, hasta el antagonismo en el Cádiz preconstitucional entre la conservadora de Frasquita Larrea (esposa de Juan Nicolás Böhl de Faber y madre de la novelista que firmaba sus obras como Fernán Caballero) y la liberal de Margarita de Morla y Virués, las charletas de buena sociedad en nuestro país nunca adquirieron el talante jacobino de las veladas franchutes. Por el contrario, en los maltrechos virreinatos ultramarinos las reuniones de la alta sociedad criolla fueron el germen del movimiento secesionista. Así, junto al río Guayllabamba, en Quito, en la llamada casa del Sagrario, los allí congregados, arengados por la anfitriona, la muy brava Manuela Cañizares, “La Ñata”, la noche del 9 de agosto de 1809 –aprovechando los muy cucos la debilidad de la metrópoli– planearon el llamado grito libertario quiteño, la primera proclamación de independencia de un país hispanoamericano.
Lo cierto es que en esta España nuestra habían florecido desde el Siglo de Oro otros centros de reunión más acordes con nuestra idiosincrasia callejera, pícara e informal: los mentideros. En Madrid, algunos llegaron a estar especializados (el de los representantes de teatro en el Barrio de las Musas, el de procuradores en las Losas de Palacio) pero el de mayor afluencia era el de las gradas de San Felipe, donde lo mismo se hacía un traje al emperador que se recitaba un soneto de Quevedo. Desde el graderío se aplaudía el ingenio, la burla, la mofa y hasta el escarnio, y en su cháchara ponzoñosa y lúdica se envenenaron algunos de los grandes de España. A la par, en todas las villas de cierto fuste, los paisanos se congregaban al abrigo de los soportales, en la escalinatas de la colegiata o junto a la fuente comunera –como en el barrio de San Esteban en Burgos– para comentar los últimos dimes y diretes o escuchar al correveidile de turno, recreando un ágora chismosa, alegre y socarrona.
Sin embargo, tanto los salones galantes como esas carabas villanas fueron diluyéndose a lo largo del siglo XIX para dar paso a una nueva forma parlamentaria que conocerá un éxito extraordinario: la tertulia. Heredera de las conversaciones de rebotica, auspiciada por la apertura de los nuevos cafés donde uno podía asentar sus posaderas durante horas por un módico precio, la terturlia es el primer círculo de intelectuales en el que caben todos: el aristócrata venido a menos, el nuevo rico burgués, el proletario ilustrado, el cesante que espera el cambio de turno, el miserable poeta y hasta el que solo escucha, asiente y nunca dice nada. Todos los demás comentan las noticias de los nuevos periódicos, que surgen como setas, discuten los proyectos legislativos, declaman sus últimos ripios, pergeñan en un rincón su nueva novela, elogian las bondades de un crecepelo, o del ferrocarril, denostan las nuevas tendencias teatrales, ponen en cuestión el honor de una dama, se retan a duelo, les duele España. Todos opinan, saben y sueñan. El poeta, pensativo, eleva su mirada a través de los vidrios, empañados y sucios, y observa las nubes arreboladas del atardecer.
El socio n.º 3
Parece, siguiendo el razonamiento de este estupendo artículo, que de la artesanía al arte sólo hay un paso;que del chismorreo a la clarividencia, una aldea; que del cotilleo a la duda, un pueblo; que de las "fakenews" a la verdad, un continente.
Pero se habla, que es lo que importa. Se inventa la intelectualidad, que interesa, aunque sea para machacar. Se debate, que genera riqueza de pensamiento y quema de neuronas... No importa que afuera, tras los cristales opacos, floten las nubes dibujando futuros... Eso se lo dejamos a Azorín y a Bergson, que prefirieron pensar más y hablar menos.
Pero el ágora se inventó para hablar los pensamientos, y está bien. Alimentęmosla, aunque sea para dar pábulo a nuestra…
Lloraría si pudiese, porque no puedo llorar ni cuando quiero ni sin querer.
Recuerdo el Decamerón; la animada charla, entre otras, de don Quijote y Sancho con los cabreros, La Colmena... La Colmena: la leí de adolescente en una de aquellas camas que salían de los armarios en las casas obreras de las familias numerosas. Por primera vez, tenía habitación propia: sólo quedábamos ya los dos pequeños. La Colmena: la miseria relatada en torno a un café cuya dueña contaba "repunando" no éstos, sino el crédito en tiempo, mesa y charla que cada tertuliano se tomaba con más o menos vergüenza. Tumbada en aquella cama, con la Canción desesperada y Tus hijos no son tus hijos en la cabecera, d…