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Pegar la hebra (II) Matar el tiempo

Por lo tanto, una animada charla daría por supuesto una confianza ciega entre los interlocutores. Si alguien me ataca por la espalda, si un peligro se avecina, el otro me va a avisar. Estoy protegido dentro del círculo porque, entre todos, tenemos una visión panorámica del entorno. Asistamos brevemente a algunos de esos momentos en la historia de la humanidad.


Cueva Negra, en la actual pedanía caravaqueña de La Encarnación, en la Región de Murcia. La gruta se abre en las empinadas laderas junto al río Quípar; tiene más de 12 metros de ancho en su boca, y otros tantos de profundidad. Hace 400 000 años, un nutrido grupo de homo heildelbergensis conversa en su interior. Ya ha anochecido, y la tribu se ha reunido en torno al fuego. Hablan. Conocen el nombre de muchas cosas; saben nombrar algunos sentimientos y han desarrollado conceptos abstractos, como el tiempo. Así, cuando el contador de historias empieza su relato –«Hace mucho tiempo...»– todos guardan silencio y desvían la mirada hacia la región de los sueños. Dos miembros permanecen atentos en la entrada, escudriñando la oscuridad. Son los ojos y los oídos de la tribu. No se fían. El peligro acecha.

Atenas, año 324 a.C. Aristóteles acaba de cumplir 60 años. En los jardines de la Academia, conversa con sus discípulos. Hace tiempo que sus clases son públicas y gratuitas. Al fondo pueden verse los farallones rocosos del Partenón. Mientras dialogan, pasean bajo los enramados trenzados con clemátides, buganvillas, hiedras, parras. Es el séptimo día del mes de targelión, y la naturaleza muestra todo su esplendor. De vez en cuando, se paran a la sombra densa de una higuera. Al atardecer, antes de que comience el nuevo día, se celebrará una gran fiesta en honor de Apolo y Artemisa. Hace unos meses llegó a la polis la noticia de la muerte de Alejandro; desde entonces, el viejo filósofo observa disimuladamente a los nuevos peripatéticos. Sobre todo a los más jóvenes. No se fía. Mira lo que le pasó a Sócrates...

En el año 1273, Alfonso X impone el castellano derecho en todos los escritos de la corte. El leonés es arrumbado definitivamente en viejos becerros, códices y cartularios. En el monasterio de la Moreruela, junto al río Esla, en la actual provincia de Zamora, las cosas marchan bien. La cilla rebosa, las aceñas rentan, las propiedades se multiplican. Por fin se ha cerrado la cúpula de la capilla principal de la iglesia. Una iglesia sin pinturas, sin esculturas, sin vidrieras de colorines. Es el esplendor del austero arte cisterciense. Sotero, un monje converso, trabaja en el huerto. Lleva cuatro años en el monasterio, desde el día que cumplió los catorce. Es el cuarto hijo varón de un hidalgo de gotera. Sotero es espabilado y el abad le ha permitido, desde hace unas semanas, acudir, de laudes a sexta, al scriptorium; el padre Plácido le está enseñando latín. A él, que ni siquiera sabe escribir su nombre en el castellano preñado de leonesismos que habla. Ya aprenderá. Algún día, quizás, llegue a ser ordenado. De momento, escucha y aprende. Y calla. Muerte y vida están en poder de la lengua, dicen las Sagradas Escrituras. Y lo dice la Regla, capítulo VI: «No se conceda a los discípulos perfectos, sino raras veces, licencia para hablar. Hablar y enseñar incumbe al maestro; callar y escuchar corresponde al discípulo». El joven lego ya no se fía de su lengua. Solo habla cuando se le pregunta, con la cabeza baja, los ojos fijos en el suelo, humildemente, con gravedad, breve y juiciosamente, sin reírse nunca. El hombre hablador no acertará el camino en la tierra. Las horas en el monasterio pasan lentas, como las campanadas del toque de difuntos.

Sotero recuerda la infancia en su pueblo, la caraba en las solaneras los domingos de invierno, al salir de misa. Y en verano, en la plaza, bajo la vieja nogala. Allí, charlando, no había penas, te enterabas de todo, te reías. Cuando aparecía el Fortunato, aquello hervía. Fortunato cantaba viejas tonadas, de las que aprendía de los juglares que recorrían el camino a Santiago. Fortunato había estado en León, y en Astorga. Contaba que había visto el mar en Oporto. Contaba y cantaba. Las mozas casaderas lo miraban de reojo; no se fiaban del Fortunato. Apartado, David, el Gazapo, el judío, no perdía comba, pero hablaba poco. Se decía que «quien no va a la caraba no sabe nada». Y así era.


Como hemos visto, en la historia del hablar, en ese círculo blanco –el blanco de la fe inmaculada en el otro– aparecieron las manchas del amarillo ambicioso, el verde envidioso, el negro claustral, el apasionado rojo; fueron añadiéndose vigías, murallas, pasos fronterizos; se refutaron sofismas y se buscó la verdad a través de la lógica; fueron imponiéndose reglas, maitines, silencios; brotó el refrán, el chascarrillo, la alegre tonada de los días de fiesta. Surgió, en definitiva, y a pesar de todo, la artesanía de la conversación: un maravilloso hablar por hablar, por pasar el rato a la sombra en los veranos, al calor del hogar en los inviernos. Un hablar para soñar, para saber, para reír y para olvidar. Un hablar por matar el tiempo.

Fuente: WallpaperBetter

El socio n.º 3

5 comentarios

5 Comments


Guest
Mar 04, 2023

"Para matar el tiempo", hay que tenerlo. Nuestro maestro, el socio número 3 dice: "...y han desarrollado conceptos abstractos, como el tiempo. Así, cuando el contador de historias empieza su relato –«Hace mucho tiempo...»– todos guardan silencio y desvían la mirada hacia la región de los sueños..."

Y a mí se pone la piel de gallina.

El tiempo hace mucho que dejó de ser abstracto, hace mucho que a nadie se le ocurriría asociarlo de una u otra manera a la región de los sueños... Salvo a Loterías del Estado, cuando diseñó el famoso y lúcido anuncio del calvo. Y dio en el clavo: el tiempo no es abstracto, pues se puede perder cuando se tiene, y sólo se tie…


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Guest
Mar 04, 2023
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Cuánta razón tiene usted. El tiempo se ha monetizado, incluso el tiempo de ocio. Medimos el tiempo como mirásemos una cuenta bancaria en números rojos. Los hombres grises, que ya aparecían en Momo, de Michael Ende, nos lo roban.

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Guest
Mar 03, 2023

Ineterante, rico y fluido artículo y, como siempre, muy bien argumentado.

El lenguaje nació para expresar pensamientos y manifestar lo que llevamos escondido: los sentimientos. Pero, con el conocimiento de los secretos de los demás, nació también la desconfianza, que se ha ido haciendo más y más ancha a lo largo del tiempo, que puede llegsr a amenazar el logro milagroso del lenguaje, tan precioso y tan preciado... Vivimos alerta por el qué dirán... A lo mejor podemos resucitar aquellas lenguas medievales que, tan vilmente, fueron avasalladas por la más poderosa (como siempre, como todo). A lo mejor, así, logremos hablar sin cominicarnos, para mstar un poco el tiempo.

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Guest
Mar 03, 2023

Precioso articulo. Me ha recordado un libro que leí hace muchos años La lengua y el hombre de Bertil Malberg en el que se analizaba la relación entre el ser humano y el lenguaje y como éste moldea el pensamiento, nuestra manera de ver el mundo, de relacionarnos con el vecino y con el amigo. El idioma de los gremios de los agricultores, de los carpinteros, de los monjes. ..

Si el artículo lo escribiera un adolescente actual tal vez cambiaría la frase final: "Un wassapear para matar el tiempo" Pero ése es otro tema


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Guest
Mar 03, 2023

Maravillosas imágenes de la vida en otro tiempo. Algo todavía queda en ciertos lugares.

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