Como los viejos al sol de la tarde en estos días de noviembre. Las palabras ya dichas necesitan su bastón para andar por ahí, porque todas las palabras repetidas son palabras tullidas, flojas, enfermizas.
Los feligreses musitan letanías mientras la Palabra de Dios resbala por su espíritu. El oficiante escucha en la lejanía el grito de Bartimeo: su fe de papel no da para más. En las catacumbas se escuchan los susurros calavéricos de los obispos sentados en sus cátedras, talladas en los testeros de los cubículos. En el tornavoz revolotea una polilla. El párroco se adormece en el confesionario sin prestar atención a las verdades, a las amorosas crueldades que despachará con un latinajo. Al cerrar el libro, el presbítero rema hacia la nada; el ambón es un faro de luz negra.
La lección se desliza en un bucle infinito, como en esas fuentes falsas donde el agua regresa motorizada al origen. Los alumnos se mueven inquietos en sus sillas al son de la cantinela del maestro, mil veces repetida. La mesa del profesor es trinchera excavada en el borde del conocimiento. Al otro lado, los pupitres, púlpitos mudos, palpitan. El ayudante doctor recorre rítmicamente, en octosílabos, la tarima, recitando sus apuntes petrificados. En las clases virtuales, como en los scriptoria medievales, la imitatio es la norma; la inventio brilla por su ausencia; la dispositio resulta chusquera; la elocutio, una quimera. Frases coralinas flotan en todas las aulas del mundo.
Las palabras también se vacían y se pudren en los mentideros públicos. Desde el solio hasta el humilde taburete, un ejército de palabras veteranas, perdido y desorientado, se descuelga de los acantilados de la honestidad. Saltan de red en red, de micrófono en micrófono, de boca en boca, hasta que, definitivamente, agonizan al borde de algún noticiario. Sus cadáveres son recogidos con gritos y lamentos por los fanáticos y procesionan con ellos; los tibios guardamos silencio al paso de la hipocresía, la ignorancia y la mentira. Los magistrados, desde sus sillas curules, dictan sentencias como pompas de jabón.
Solo de vez en cuando algunas palabras recobran su lozanía. El verso inspirado de un poeta sentado en el suelo, apoyada su espalda en un árbol; la llamada clara de un niño desde el columpio; las primeras palabras de amor adolescente en un banco del parque, al sol de la tarde, uno de estos días de noviembre.
Galaor de Langelot
Es un placer .... ¡qué pena tan breve!
Sólo se puede dar un corazón, si no le daría todos los que me acaban de brotar en en el pecho.
Tengo una clave de sol en el pelo...
Y una ovación
brotando de un lacrimal.
Ni una palabra,
apenas las que llegan
encantadas de destierro a destierro.
Compañero del alma...
Precioso texto, amigo Galeor, como ningún otro hasta ahora poético, rebosante de metáforas, comparaciones, hipérboles, aliteraciones.... ¡Qué bonito!
Y qué triste y certera la realidad que esconde tan linda pompa.
Más que inventar palabras, quizás hemos de dotar a las ya existentes de significados nuevos... Mientras tanto, conservemos el bastón enderezado, aportándole un poquito de electricidad, aunque sea estática.