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Oda al silencio

Acabo de escuchar en Esradio una afirmación tajante de Federico Jiménez Losantos que rezaba algo así: «El País es actualmente el órgano de difusión del neocomunismo surgido en Cuba tras la caída de Fidel Castro». La diputada del Partido Popular Cayetana Álvarez de Toledo aseveró la semana pasada en una intervención virtual en la Asociación Panameña de Ejecutivos de Empresas (Apede) que «En América Latina hay una nueva ola de populismo de izquierda y, más que una ola, es un tsunami neocomunista del que muy pocos países están a salvo». Me voy a la página web del citado periódico bermellón y leo titulares como «Vox alienta bulos contra la firma española Indra», «El partido ultra siembra sospechas de fraude en las elecciones colombianas del domingo». Sigo espigando en distintas publicaciones digitales, saltando de una cadena de radio a otra, y confirmo lo que ya se sabía: el periodismo libre ha muerto. Incluso los contertulios mejor informados, aquellos que tratan de argumentar objetivamente sus tesis, no pueden evitar un titubeo que delata el hilo del que cuelgan sus cabezas. Curiosamente, el intervencionismo de los lobbies es más burdo cuanto mayor es el grupo de comunicación: cuanto más gordos, más les aprieta la camisa. El sesgo de las intervenciones de los supuestos expertos y las afirmaciones de los colaboradores más independientes suelen ser tan marcados que ocasionalmente me entretengo en tratar de adivinar lo que van a decir. Y la mayoría de las veces acierto. Este fenómeno, la mediatización del mensaje, se produce también a nivel individual: todos contamos la feria según nos ha ido en ella, arrimamos el ascua a nuestra sardina y tratamos de caer simpáticos a ese tío rico que, pobrecito, está ya muy mayor. Sentados a la mesa en una comida de viejos amigos escuchamos cómo las circunstancias de cada cual toman la palabra: el autónomo ataca a los funcionarios, que vaguean y tienen un sueldo fijo al mes, inmerecido a todas luces; los funcionarios –cada vez hay más, se multiplican como las setas– miran de reojo al autónomo, dejando caer que cobrar en negro es un delito, y que con los impuestos se pagan los servicios públicos; el asalariado se queja del escaso sueldo, de la inflación, de lo caros que están los apartamentos este año, que con ir al pueblo va que chuta, del hijo que se ha atascado en los estudios y sale desde el juernes hasta el domingo; el ama de casa con estudios que abandonó su carrera profesional justifica la decisión trascendental que supuso optar por la crianza de la prole; el frailuno bienpensante, colaborador parroquial o socio activo de alguna ONG, sin empleo estable, describe cómo los siete pecados capitales impiden la construcción del paraíso en la Tierra; el observador laico, descreído y soso, sin nada que decir, extiende la bruma del relativismo sobre la conversación, que languidece. Nadie se acuerda de la guerra de Ucrania. Termina la sobremesa y, en el silencio, más allá de sus circunstancias, los títeres se reconocen, como en aquel lejano día de su juventud en el que se hicieron amigos. Se levantan y deciden dar un paseo para estirar las piernas y la camisa slim fit, que también les apretaba un poco. Los peripatéticos, a la luz del atardecer, respiran hondo y vuelven las sonrisas, las miradas cómplices, la alegría.

Imagen diseñada por Neila Rodríguez, (Twitter: @EvySchell)
El socio n.º 3



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