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Revista BuCLE

Nadie encendía las lámparas

Felisberto Hernández fue un escritor uruguayo que estuvo casado, sin saberlo, con una espía española que trabajaba para la KGB, Maria Luisa de las Heras, más conocida como África de las Heras. Curiosamente, esta destacada militante comunista había estudiado en los años 20 del siglo pasado en el colegio de los Sagrados Corazones de Madrid y era sobrina de un general de división que no simpatizaba con los nuevos aires republicanos. Pues bien, a lo que vamos. En el relato que da título a esta columna, en un salón burgués, al atardecer, un anónimo alter ego de Felisberto Hernández lee en voz alta uno de sus cuentos ante una variada concurrencia: dos viudas que son las dueñas de la casa, la sobrina de una de ellas, encantadora y ocurrente, un político que dice ser también escritor, un joven algo afeminado con grandes entradas en la frente. En el salón hay una jarra con flores rojas y amarillas iluminada suavemente por los últimos rayos del sol. En el jardín se ve una estatua en la que se posan las palomas. En el cuento hay una mujer que todos los días va a un puente con la esperanza de poder suicidarse. El autor lee con desgana, esforzándose por entrar en la vida del cuento, por comprender de nuevo aquel cuento, pero los oyentes no le siguen y, a veces, se ríen, ante la sorpresa del autor. La luz languidece, y nadie encendía las lámparas. No me pregunten por qué, pero estos días, en la que una de mis sobrinas se ha presentado a la EBAU, me ha venido a la cabeza este breve relato. Quizás sea porque la atmósfera que rodea la escena me transmite las mismas sensaciones que me genera la situación de la educación en nuestro país. Hay alguien que trata de dar sentido a lo que dice, quizás el profesor ya jubilado, el padre escandalizado, el pedagogo bregado en la lucha diaria, el alumno decepcionado. Pero lee con desgana, con una voz de siglos de frustraciones acumuladas, que nos recuerda la voz de Kant, de Jovellanos, de Ganivet, de Giner de los Ríos. Está el legislador que dice también saber, que él también ha escrito un cuento, pero lo cuenta con palabras torpes, como si la estatua se hubiera puesto a manotear las palomas. Y están los desinteresados oyentes, los alumnos del montón, los equipos directivos, colaboracionistas a su pesar, las madres con sus grupos de WhatsApp, los profesores que han perdido la esperanza, que solo esperan las próximas vacaciones; todos se ríen de lo aparentemente anecdótico sin prestar demasiada atención al cansado lector. Y en el cuento hay una mujer que todos los días va a un puente con la esperanza de poder suicidarse. Y, en el salón burgués, nadie enciende las lámparas. La civilización occidental se apaga, la educación se pliega a las poderosas fuerzas del mercado, y nadie es capaz de sacar a los desencantados alumnos de la cueva digital y encender la luz del entusiasmo por el conocimiento. (Una pequeña aclaración: no es que Felisberto no supiese que estaba casado, sino que no sabía que estaba casado con una espía. Si el referente de un solo pronombre –lo– es ambiguo, a saber cuál era el sentido del cuento para el zorro de Felisberto.)

Imagen diseñada por Neila Rodríguez
El socio n.º 3



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