El ventanal al que me asomo estos días da a una corta calle trapezoidal. A mi izquierda, la fachada de una vieja casa de dos pisos casi cierra esta calle que pretende ser plaza. La vía se angosta al otro lado de la plazuela, junto al lateral de la casona, y permite el paso de los coches. La calle, en ese tramo, se transforma en callejuela. La vieja casa tiene aires de caserón familiar: tres balcones de forja, rejas en las ventanas inferiores y, lo que verdaderamente me ha llamado la atención, en la acera de la fachada, cuatro jardineras de piedra que flanquean dos sencillos bancos, también de piedra, adosados a la pared. Las jardineras simulan un jarrón o una gran copa pétrea. La casa está cerrada; hace años que nadie se ocupa de las jardineras en las que, sobre la tierra seca, crecen unas pocas hierbas de mal vivir y se acumulan hojas secas, ramillas, algún papel. La hiedra invade la acera, cubre parte de la fachada y se enreda en el balcón más cercano a mi ventanal; el musgo, alfombra para los gorriones, tapiza las losetas de los balcones.
Las jardineras son los representantes mínimos del jardín, espacio vital y psicológico que siempre me ha subyugado. Son los morfemas de la Jardinería, diría mi encantadora novia, que es filóloga. Incluso una pequeña maceta con dos petunias colocada en el alféizar de una ventana me parece un símbolo de lo mejor del ser humano. Para los iletrados, los jardines pertenecen al ámbito de lo inútil, de lo improductivo, de lo sospechoso. A lo largo de mi vida, he creado algunos pequeños jardines y en esos lugares me he sentido tan a gusto como en una biblioteca. También recuerdo con alegría otras relaciones vicarias con el jardín: la lectura adolescente de El jardinero de Rabindranath Tagore –mucho más tarde estudiaría el modernismo y los jardines dolientes de Juan Ramón Jiménez– en una edición comprada, quizás robada, en el supermercado Sabeco; la emocionantísima película El jardinero fiel; el descubrir que Murakami disfrutaba cortando el césped tanto como yo.
Ya sabemos que, más allá del jardín, el mal se hace presente. La imagen del jardín no se corresponde con la del locus amoenus, el lugar deleitoso en medio de la naturaleza, sino con la del hortus conclusus, el vergel cerrado que nos protege y nos hechiza. Todos los jardines del mundo, desde esos geranios que la abuela ha sacado ya a la terraza hasta los míticos jardines colgantes de Babilonia, son un remedo del paraíso. En Burgos, en la calle San Pedro y San Felices, hay un bar cuyo dueño ha puesto decenas de tiestos y tiestecillos junto a su puerta. Incluso ha colgado dos macetas de plástico de la farola de la calle. Vuelvo a mirar las tristes jardineras de la casa de al lado y pienso que ese tabernero tiene, verdaderamente, las llaves del Reino de los Cielos.
Galaor de Langelot
A mi me sube la moral la Organización con turnos y horarios que han montado las vecinas de la urbanización Cámara para cuidar tres maceteros en una pequeña calle peatonal. Tienen más de 70 años y están mañana y tarde descansando en un banco con sus regaderas y tijeras después de cuidar las flores. Siempre que pasó por la acera tuerzo automáticamente la cabeza para sonreír viendo esas flores tan llenas de vida y primavera
Nunca se pierde ningún tren: solo hay que permanecer atento a los horarios.
Las flores son la esencia de los jardines, como los libros lo son de las bibliotecas. Más allá del jardín solo puede existir el Paraíso (¿o el Averno, quizás?).
Preciosa reflexión sobre lo que siempre está, pero no sabemos mirar.
Conozco a una anciana... Amaba huertos y jardines, de modo que unos y otros convivían en macetas.
Eran unas macetas viajeras: entre semana iban en bus de cuarto en cuarto, en busca de la escasa luz que llegaba a ese piso. Frío, pobre, triste...
Los fines de semana subían a un automóvil de segunda mano. Iban al pueblo, donde se unían a huertos/jardines que invadían todo y nunca se cercaron.
Yo quisiera ser jardín o huerta. O, al menos, maceta en un bar de San Pedro y San Felices. Pero me temo que he perdido el último tren...