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Los perros del vertedero

El Consejo de Ministros ha aprobado este martes el Proyecto de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, cuyo objetivo básico es que los consumidores tiremos menos alimentos a la basura. Entre otras medidas, el plan incluye la obligación de los hosteleros de ofrecer a sus clientes las sobras de la comida sin coste adicional y en envases reciclables. Esta costumbre, que está poco a poco normalizándose en España, lleva varios años implantada en otros países como en los EE. UU. Lo que comenzó siendo ciertamente un envase para llevarse la comida sobrante para el perro –el doggy bag– , terminó en un método sobreentendido para poder terminar en casa un plato suculento, pero demasiado abundante.


La cuestión es que los consumidores occidentales y occidentalizados somos células de producir desechos de un enorme organismo –la economía consumista neoliberal– que genera unos vertederos inmensos. Los intereses empresariales, la normalización de la compra compulsiva y la obsolescencia programada son algunos de los factores que coadyuban al crecimiento de esas montañas de basura. Los esfuerzos políticos son insuficientes frente al bucle de la acumulación: por ejemplo, la UE trata de imponer para 2024 un cargador único para móviles, tablets y otros aparatos portátiles, ya que la ausencia de dicho cargador genera más de 11 000 toneladas de residuos electrónicos al año. Pero no podemos salir del laberinto: usar una yogurtera es muy friqui, las compras de productos de cercanía no envasados son para gourmets adinerados o grupúsculos muy concienciados, todos queremos un coche con más lucecitas, un peluche nuevo, un móvil de última generación –presagio funesto–, las zapatillas de Nadal y una raqueta más guay para seguir haciendo el mono en la pista de pádel; y unos condones de sabores, porque los de la mesilla están caducados, y no es cuestión de venderlos en Wallapop. Algunos necesitamos un trasplante, una reconstrucción facial, la siguiente sesión de quimioterapia. Las autoridades tratan de esconder nuestros desechos en vertederos alejados de las grandes ciudades o se exportan a países pobres que sacan lo que pueden de esas cosas sin alma desvirgadas por sus vecinos ricos del norte. Por aquí o por allí, aparecen pequeños vertederos clandestinos, como involuntarias regurgitaciones del gran ogro, ahíto de comer.

Imagino una de esas viñetas de los setenta de ricos gordos sentados en torno a una gran mesa, tras un opíparo festín, dirigiéndose al impasible camarero: «The doggy bag, please». Y, más allá del jardín, a un Wally enloquecido entre montañas de basura que trata de escapar de una jauría de perros con cabeza humana.

Vertedero. Imagen diseñada por Neila Rodríguez

El socio n.º 3
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