Los estudiosos, durante siglos, han tratado de desenmarañar las complejas relaciones entre el lenguaje y el pensamiento. Todas esas especulaciones han partido del llamado triángulo semiótico: la cosa, el concepto y la palabra. Evidentemente, primero estuvo la cosa. Después, el concepto. Finalmente, la palabra. El hombre no es el único animal que elabora conceptos. Probablemente, hasta las plantas tienen alguna idea sobre el estático mundo que las rodea. Por ejemplo, estoy seguro de que el espatifilo que adorna la mesita de mi salón tiene un excelente concepto de mí: lo riego y lo abono oportunamente, le corto las flores y las hojas secas y, todas las mañanas, corro la cortina del ventanal para que tenga suficiente luz.
Desde luego, los animales más inteligentes (entre los que podemos citar los córvidos, los cánidos y los cetáceos) distinguen lo uno de lo múltiple, el macho de la hembra y el hoy del ayer. Es decir, que, si pudieran, hablarían, ya que tienen el concepto de número, de género y de tiempo. Sin embargo, sólo los homínidos fueron capaces de asociar un sonido a la idea de la cosa y, más allá, un sonido a una característica común a cosas, cualidades o acciones muy diferentes. Por ejemplo, si yo estudiar arameo cuando sea mayor, digo estudiaré; si yo salir el viernes con mis amigos, digo saldré; y si yo cancelar la hipoteca en cuanto pueda, digo cancelaré. Por lo tanto, sabemos asociar a todas las palabras que indican acción, es decir, a los verbos, un sonido que significa “en un futuro que me parece lejano”; así se inventó colectivamente la maldita conjugación verbal. Los sonidos se volvieron fonemas, y los fonemas, morfemas, que diría el lingüista.
Como ven, el lenguaje es un producto social; como una fotografía, refleja el pensamiento de una época. No solo su vocabulario, sino también su morfología, su sintaxis y su pragmática son el espejo de la forma de pensar –y, por tanto, de ser– de una sociedad. De hecho, la lengua es el único vehículo del pensamiento, porque el pensamiento del hombre ha sido absorbido por el lenguaje, y ya sólo sabemos discurrir a través de las palabras. Las próximas generaciones, quizás, empezarán a entender la realidad por medio de imágenes, como tal vez comprendieran el mundo los neandertales.
Todas estas reflexiones han surgido de mis últimos periplos por la España destrozada: leo los nombres de los ríos y de los pueblos –río Gromejón, Ucero, Valdemaluque– y no significan nada para mí, aunque siento que esas palabras son signos de una forma de vivir y de comprender el mundo –como los cántaros, los cálices y los códices– solo susurrada en los libros de Historia. Después, al llegar a casa, releo los wasaps de mi encantadora novia y constato que hay palabras que sólo ella y yo entendemos: son las palabras de nuestro pequeño universo. Finalmente, me abandono y el pensamiento fluye ligero por mis mundos interiores, a bordo del lenguaje, el único barco que aguanta todos los cañonazos, el último barco que nos esperará en el último puerto.
Galaor de Langelot
Bueno, al principio fue el verbo por eso que decía algún presocrático de cuyo nombre no quiero acordarme, porque sin verbo no hay cosa, o, de haberla, no tendríamos conciencia del concepto "haber cosa", sólo iríamos hacia ella o nos alejaríamos, porque para ello estaríamos programados, como lo estamos para respirar.
En todo caso, excelente "articulisto", me parece que hoy se ha metido usted entre las páginas del ultimo dueto de Millás y Arsuaga, el que finaliza la trilogía: vida, muerte y, claro, para jorobar, conciencia.
Sobre si nuestro pensamiento es una sucesión de proposiciones o imágenes sigue habiendo discrepancia. Las ideas, como la lengua con que las trasmitimos, son parte de nuestra identidad y todo eso que tan bien…
Desde muy pequeñita, yo siempre escuché que lo primero fue el Verbo, o sea la Palabra, y de ahí, después, devino todo lo demás.
La palabra va asociada al pensamiento ("pensamos palabras", algo así dijo en su momento nuestro entrañable - bronco Unamuno.)
No sé muy bien qué más decir, qué más añadir a este excelente artículo, tan sencilla y perfectamente argumentado, como todos, también.
Pensar si soy fonema o morfema, no se me ocurre; intuir qué serán las generaciones venideras, me produce escalofríos; considerar si alguna vez existió un Dios que inventó los males y las palabras para definirlos, no me atrevo....
Hubo un tiempo en el que Dios ponía sentido, acierto o desacierto a estos desmanes absurdos que…