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La rebelión de las máquinas

Desde hace un tiempo se me rebelan las máquinas.

Primero fue mi pequeña máquina de corte radial que uso en mis trabajos domingueros, que en ocasiones me ponen a la altura de Mac Gyver y que las más de las veces me llevan a Pepe Gotera. Una pequeña escobilla de grafito que manda al rotor la corriente para crear el campo magnético tenía su conexión totalmente oxidada y tuve que cambiarla.

Después fue uno de los inyectores del motor de mi coche, que empieza a sufrir los achaques de la edad. Anda renqueante con sus bollos y raspones en la carrocería, con sus puñetas de viejo, la puerta del maletero se te cae encima cuando te descuidas, el parasol no se sujeta arriba, la ventanilla sube a plazos. Envejece con dignidad a pesar del maltrato.

Hoy es mi libro electrónico, que me acompaña en mis viajes para calmar el ansia lectora desde hace años y para provocarme otras ansias por mi condición de indeciso militante. Tener cien títulos contigo en un dispositivo parece cómodo y una maravilla para aligerar la maleta, pero la comodidad se torna martirio cuando acabas uno y te encuentras en el brete de elegir uno de los cien. A esto hay que sumarle ahora el botón de encendido, que responde justo en el momento en el que, desesperado, tomas la decisión de dejar el puñetero chisme, cansado de esperar en la pantalla de inicio.

Precisamente tirando el libro al sofá con la mente ausente, lejos de contrariarme, me he puesto a escribir estas líneas y he pensado en estas rebeliones cercanas que me han recordado otras cinematográficas y una reciente conversación interesante sobre lo que afectará a nuestros trabajos la inteligencia artificial, los algoritmos y la robótica.

Me he acordado de la supercomputadora de última generación HALL9000 de 2001: «Una Odisea en el espacio», que asesina a varios miembros de la tripulación del Discovery 1 y se las hace pasar canutas al protagonista. De ese ladrillo de Euler en forma de monolito que une las tres historias de la película.

Me acordé también de Sony de la historia de Asimov “Yo, Robot”, desafiando las tres leyes de la robótica para mejorar la toma de decisiones que protegen a los seres humanos. Premisa fantástica que nos enfrenta a nuestras reglas morales: ¿qué pasa cuando se tiene que decidir entre salvar la vida de muchas personas o a una sola criatura que puede ser un niño? ¿Un robot tomará mejor decisión que un ser humano? ¿Tomará mejores decisiones una inteligencia artificial no sujeta a pasiones? ¿Es mejor dejarse guiar por la razón o por la pasión? Los coches autónomos que ya funcionan en ciudades como Pittsburgh o Singapur cuentan con sistemas complejos que han de tomar decisiones de este tipo. ¿Estamos seguros con ellos? ¿Están bien programados para tomar las decisiones correctas? No estoy seguro de que aceptemos fácilmente a estos robot “listos” porque en el fondo no confiamos en los códigos dopados con nuestros prejuicios introducidos por programadores humanos. Aún nos cuesta aceptar que no somos los únicos seres inteligentes de nuestro barrio galáctico y que no estamos hechos a imagen y semejanza de nuestros dioses.

Los robots con forma humana nos dan miedo. Nos recuerdan nuestra fragilidad y nuestra falta de capacidades. Que una máquina astuta nos supere, nos violenta y nos produce un rechazo instintivo de animal acorralado. Primero nos superaron en fuerza, luego en velocidad y ahora en inteligencia. ChatGPT ya escribe mejor que nosotros y nos supera en el último reducto en el que éramos imbatibles, la creatividad, el arte, la capacidad para crear belleza.

Indagando en la definición de robot y su etimología, parece que el primero en utilizarla fue un dramaturgo checo llamado Karel Capek quien, con la ayuda de su hermano, recuperó el término eslavo roboti o robota, que era el periodo de trabajo duro que un siervo debía otorgar a su señor la mitad del año. Estaba asociado al término servidumbre y, con bastante lógica, se empezó a usar para las máquinas que nos hacían de siervos en trabajos penosos. De ahí a la rebelión de los esclavos que toda sociedad antigua temía y que la literatura y nuestro imaginario colectivo tiene en sus historias, hay un muy pequeño trecho.

Nuestras máquinas se nos rebelan. Nos acechan para quitarnos el trabajo. Para sustituirnos y para mejorarnos. Para eliminar nuestro lado oscuro, ese que nos autodestruye. Esa pulsión por matar en guerras, eliminar al enemigo real o imaginario, nuestro egoísmo y maldad. Nuestro narcisismo. Nuestra desconfianza y nuestro miedo.

A los que somos críticos con los avances, que supuestamente nos hace mejores, y con el culto a la tecnología; a los que aún valoramos la imperfección humana y somos benevolentes con nuestros fallos; a los que creemos que hay algo bueno en nuestros errores y que descubrimos que también crecen flores en la basura, nos gusta más Robby de la genial película Planeta Prohibido, un robot gigantón y buenazo que no pudo destruir al monstruo cuando se lo pidieron porque descubrió que el monstruo estaba en nosotros.

La filósofa Marina Garcés, ilustre pensadora, nos recuerda que ChatGPT, la inteligencia artificial, los robots y los coches autónomos son muy buenos haciendo predicciones. Es una cuestión matemática. Hemos puesto en sus cerebros artificiales potentes algoritmos matemáticos que son capaces de predecir con bastante precisión lo que ocurrirá. Y ello les permite sernos útiles. ChatGPT usa muy buena estadística, al igual que un buscador de internet o un coche autónomo. Existe un robot submarino encargado de acabar con las plagas de estrellas de mar que destruyen los ecosistemas de coral en Australia.

Desarrollado en la Universidad de Queensland, es capaz de funcionar de manera autónoma durante horas sin supervisión humana. En un documental, entrevistando a uno de sus ingenieros, decía que en realidad no es tan inteligente como podemos creer. Explicaba que habían alimentado su memoria con miles de fotografías de estrellas de mar para que pudiera reconocerlas. En caso de duda, estaba programado para la intervención humana. Era un buen cerebro reconociendo patrones con gran rapidez.

De igual manera funcionan el resto de inteligencias artificiales. Usan nuestras matemáticas, ese invento tan humano para hacernos la vida más cómoda.

Pero la señora Garcés nos recuerda que nosotros no calculamos tan bien; nuestros sesgos nos impiden elaborar buenas predicciones. Pero contamos con una herramienta más potente en la que nunca nos ganarán: podemos comprometernos. Una inteligencia humana es capaz de comprometerse. Un robot te dará una buena previsión de lo que ocurrirá, pero un humano será fiel a lo que se quiera comprometer. Ocurra lo que ocurra.


INOS

2 comentarios

2 comentários


Convidado:
30 de nov. de 2023

Un final inesperado para un artículo interesante y ameno sobre una realidad, la de la IA y sus aplicaciones, cada vez más presente. Al leer la palabra compromiso me han venido a la cabeza las imágenes de la resistencia. En los mundos de ciencia ficción dominados por las máquinas rebeldes, los grupos de resistencia están comprometidos con lo humano hasta el final. Es una idea difícil de rebatir. La combinación de lo anecdótico y lo reflexivo funciona muy bien.


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Convidado:
26 de nov. de 2023

Precioso artículo, comprensible y cercano para los que no entendemos mucho, pero tenemos miedo.... Además de la capacidad humana de adquirir y mantener compromisos, hay otra cosa que un robot nunca tendrá y nosotros sí, si creemos en ella: el alma: ese broche de oro que decora y protege al hombre, esa medalla de valor incalculable, ese talismán exquisito imposible de clonar.

Por lo demás, para esas pequeñas averías rutinarias, siempre nos quedará también Otilio 😉.

No tardes tanto en deleitarnos con otra reflexión, por favor

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