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La Biblioteca de Berenice

Siempre me ha gustado elaborar fichas de libros. Siendo niño, acudía cada cierto tiempo a la biblioteca infantil de la plaza de San Juan, a la que se accedía por las traseras del gran edificio. En aquel amplio sótano, bien iluminado con alargados fluorescentes, leía sobre todo cómics; miraba con curiosidad los tejuelos, el sello, el insólito número escrito a mano: 2784. 2784 libros, por lo menos. En algún momento, pude sacarme el carné de adulto, entrar por la puerta principal de aquella biblioteca pétrea y subir al primer piso. Al entrar en la gran sala de lectura te topabas con algo extraordinario: varios armarios cúbicos de patas metálicas y cajoneras alargadas donde, en pequeños cartoncitos escritos a máquina, se ordenaban todos los libros. Aquella visión consolidó definitivamente mi instinto catalogador. Desde los 15 o 16 años, quizás antes, he consignado en distintos formatos los principales datos del libro que estaba leyendo: título, autor, ciudad, año de publicación. También copiaba alguna frase que me hubiese llamado la atención y añadía algún comentario personal. Antes de la llegada del ordenador personal, utilizaba unas fichas pautadas rectangulares que todavía conservo. Por el contrario, con los sucesivos modelos de almacenamiento, he perdido la mayoría de las fichas informáticas. Durante mis últimos años como profesor, la biblioteca del Diego de Siloé fue mi locus amoenus en el tráfago diario del instituto.


La biblioteca es el universo, afirma Jorge Luis Borges en su relato la Biblioteca de Babel. Describe una biblioteca infinita, compuesta por cubículos hexagonales con un profundo pozo en su centro. Un frágil antepecho impide caer al vacío. De las seis paredes de cada estancia, cuatro están ocupadas por anaqueles repletos de libros. Por una de las dos caras restantes se accede a los hexágonos del mismo nivel a través de una especie de zaguán donde, a un lado, el bibliotecario puede dormir de pie. Al otro lado del zaguán, puede realizar sus funciones básicas. En la otra cara exenta del hexágono, una escalera comunica con el espacio superior e inferior. Cuando un bibliotecario muere, su cuerpo cae eternamente y se deshace en el aire viciado de los interminables filamentos hexagonales. Todos los libros son indescifrables, la biblioteca es un maldito galimatías. La luz que emiten la lámparas es insuficiente, incesante.


El relato de Borges es inquietante porque nos susurra algunos misterios de la existencia. Aturullados, hojeando este libro y aquel, nos da miedo darnos la vuelta y asomarnos a la baja baranda que nos separa del abismo. Sin embargo, yo, frente a la desesperación de los bibliotecarios borgianos, defiendo la posibilidad de interpretar todos los libros del mundo. Defiendo la felicidad de subirme a la barandilla, dar media vuelta a la puta bombilla para que deje de parpadear, bajarme, coger un libro de la biblioteca infinita, sentarme en el suelo de cara al vacío, con las piernas colgadas entre los balaústres, y ponerme a leer.


Año 246 a.C. Calímaco pasea nervioso por los pasillos de la biblioteca de Alejandría. Es un anciano, tiene más de sesenta años. Ha dedicado gran parte de su vida a catalogar los más de 40.000 volúmenes que desbordan las pinakoi de la biblioteca. Hace unos meses, Calímaco estuvo en Egipto. Allí, la reina Berenice, angustiada por la ausencia de su marido, Ptolomeo, ha sacrificado su hermosa cabellera en el templo de Afrodita para que el rey regrese a casa con vida. Calímaco se ha enamorado perdidamente de Berenice; una noche, roba la cabellera depositada en el templo y, tras ocultarla entre decenas de nuevos volúmenes, regresa con ella a Alejandría. Ahora no sabe dónde esconderla: quizás tras el Tratado de la Risa de Aristóteles, un rollo vergonzante que nadie consulta. Quizás envuelta en esa vieja copia de los poemas de Safo. No sabe qué hacer. Es su secreto.


Pues bien, nosotros, alegres y conscientes de las infinitas bibliotecas que en el mundo han sido y son, hemos decidido crear otra biblioteca: la Biblioteca de Berenice. Si quieren echarnos una mano, lean o relean un buen libro, hagan una ficha siguiendo más o menos el modelo de la que ya pueden consultar y envíenla a revistabucle@gmail.com. Y a Borges que le den. Al zaguán, a cagar. Yo, me siento a leer.




Galaor de Langelot

4 commentaires


Invité
27 janv.

No es mi día. Después de intentar publicar varias veces (esta es la cuarta) el espíritu de Borges, al que nunca he soportado, parece querer expulsarme de esta humilde revista. Lo había puesto a caldo freudiano, y humano también.

En fin, lo de hacer fichas da pereza, pero ya veremos, aunque sin duda es una buena idea, y una cosa más que he aprendido hoy: si quieres que se borre una letra, has de pulsar la tecla con paciencia. Más aún si quieres borrar dos o tres, porque como le metas caña, te borra el texto entero.

Me ha encantado el texto: especialmente el final: ¡cuántas aficiones lectoras se han forjado en los retretes!


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Invité
27 janv.

Las bibliotecas son eternas, bien lo sabía Borges en su clarividente ceguera, además de infinitas.

Yo trabajé hace ya muchos años, durante unos pocos meses, en la llamada entonces "Casa de la Cultura" (Biblioteca Nacional) a la que alude el autor de este estupendo y sentido escrito. Puse muchos tejuelos allí y elaboré un montón de fichas que están guardadas en esos casilleros que muchos hemos consultado y manoseado. Fue un trabajo bonito, el que más he agradecido en mi corta vida laboral.

Los libros se van escribiendo, se van leyendo, se van acumulando hasta formar una biblioteca, lo mismo que cada uno de los cabellos de Berenice se unieron hasta formar la madeja de una cabellera que, tristemente se…

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Invité
27 janv.
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Muchas gracias por estos comentarios. Son los lectores quienes construyen el texto y le dan sentido. Un solo lector atento justifica su escritura.

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Invité
26 janv.

Me parece una propuesta muy interesante, yo sólo apuntó autor libro y fecha de lectura.

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