Yuval Noah Harari, en su exitoso ensayo Sapiens, analiza con un atractivo distanciamiento los constructos culturales que los homínidos hemos creado desde los albores de la humanidad. Nuestros orígenes como especie siempre se expresan literariamente así: «los albores de la humanidad», con esos tintes homéricos en los que el rosa tiñe la esperanza de un nuevo amanecer. Parecería, por lo tanto, que la cultura en su sentido más amplio –el arte, la ciencia, la religión–, ha formado parte indisoluble de lo humano; es más, parecería que es lo que nos alejó progresivamente del reino del instinto y de las implacables leyes de la selección natural. Aquellos primeros sapiens, tras una infructuosa jornada de caza, o al ver diezmada la tribu por una misteriosa enfermedad, sentían la necesidad de expresar su frustración y sus deseos dejando sus manos impresas en las paredes de una cueva, querían escuchar un relato del viejo contador de historias o los augurios del chamán. Con el transcurrir de los milenios, el deseo de saber cristalizó en algo sorprendente: el pensamiento griego.
Escucho en la radio con tristeza las noticias de la guerra de Ucrania. Veo en bucle en la televisión las imágenes del desastre. La respuesta del gobierno es una visita propagandística de nuestro presidente a Kiev y el envío de 200 toneladas de armas. 200 toneladas, como si fuesen tomates o melones. Recuerdo, ya no es noticia, la masacre de Bucha, y observo atónito cómo Putin ordena asediar –«que no entre ni una mosca», afirma, como un nuevo Escipión ante Numancia– una planta siderúrgica en Mariúpol donde se refugia la resistencia. Y pienso en el último concepto acuñado desde la ataraxia universitaria y la hipocresía digital: cultura de la cancelación. Y siento que todo nuestro acervo cultural debería cancelarse: la floreciente diáspora de los sabios de Alejandría, el paciente trabajo en los scriptoria medievales, los descubrimientos del Renacimiento y los frutos de la Ilustración. Volvemos a estar en el Cabaret Voltaire en Zúrich, en 1916: nada tiene sentido, todo es dadá. ¿Seguimos siendo griegos? No, seguimos siendo grecopitecus.
El socio n.º 3
Comentários