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El vuelo de la picaza (III) El abedul

 A Laura, mi amiga


Yo voy, lobo estepario, trotando

por el mundo de nieve cubierto,

del abedul sale un cuervo volando

y no cruzan ni liebres ni corzas el campo desierto.

Herman Hesse


Desde el ventanal del salón, estos días mi mirada buscaba el vuelo de la picaza, seguía sus aterrizajes y sus saltitos cortos por el césped, se divertía con su escalada de rama en rama hasta el nido que ha construido en la copa del abedul. Hasta ahora, no me había fijado en él, en el abedul que crece en el centro de la plaza como el mástil de una gigantesca balsa de náufrago.


El abedul está vivo, no forma parte del mobiliario urbano. Los humanos, seres arborícolas, hemos olvidado los secretos de los árboles. Poco a poco, la ciencia nos vuelve a descubrir que los árboles se relacionan entre sí formando complejas comunidades que interactúan con el entorno mucho más allá de las reacciones bioquímicas, que, cuando están solos, aislados de sus congéneres, son más vulnerables y pueden morirse.


Este abedul parece un hombre con los brazos abiertos, un luminoso hecatónquiro deseoso de hacer amigos. Me recuerda al gigante de aquel cuento de Óscar Wilde, al gigante egoísta que, solo y arrepentido, derribó el muro que había construido en su jardín para que los niños pudiesen volver a jugar y subirse a los árboles. Los árboles del jardín del gigante necesitaban las risas infantiles para florecer. A veces, el abedul también escucha agradecido las vocecillas de unos niños detrás de una pelota, las confidencias de dos adolescentes sentados muy juntos en un banco, los ladridos de un perro que corretea entre los arbustos persiguiendo a los gorriones. Por las noches, cuando se cierra la última persiana, deja caer un poco sus ramas y se aletarga hasta el amanecer.


El abedul crece y su tronco engorda año tras año. Bajo la corteza, decenas de anillos –vegetales cápsulas del tiempo– guardan viejas fotografías cilíndricas: aquel verano de su infancia, con aquellos días en los que hizo tanto calor que casi se asfixia; los rasguños del enorme corazón que dibujó un chaval años después, que todavía duelen los días de lluvia; la ansiedad que le producían aquellas voces y aplausos desde las ventanas en los atardeceres de la pandemia. Como en los muros de las catedrales góticas, que ocultan tras su exacta sillería pedruscos, tejas rotas, trozos de capiteles románicos, huesos y casquijo, así la suave y comestible corteza del abedul cubre pulcramente las evidencias del pasado.


Es el vertical abedul lo que permite la vida horizontal. Entre sus raíces, constreñidas por el enorme parking subterráneo que ocupa toda la plaza, bulle un próspero hormiguero, excavan sus galerías las lombrices y miríadas de hongos y bacterias hacen su vida. Porque el hombre no es la medida de todas las cosas. Las margaritas se abren al sol al compás de la sombra del abedul, los dientes de león se transforman en esferas blancas que se deshacen con el viento racheado de estos días. En el aire de la plaza, el graznido de la picaza atemoriza a las palomas, posadas en los tejados al sol de la tarde.


No sería un mal sitio para morir. Al pie del abedul, una tarde de mayo. La espalda apoyada en el tronco, con un libro en las manos, cerrar los ojos. Cerrar los ojos y morirse tranquilamente, entre las margaritas, acunado por los susurros de ese mar de hojas, bajo la atenta mirada de la picaza.


Abedul
Fuente: Cuerpomente

 Galaor de Langelot

3 comentarios

3 Comments


Guest
Apr 27

Lo siento,lo sentimos; a veces, la vida es especialmente injusta, pero es la Vida

..

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Guest
Apr 26

O de a poco morir

hasta completamente,

tal como se vive,

por ejemplo,

en un hueco cada viernes,

en buena compañía,

compañero del alma,

compañero.


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Guest
Apr 26

Realmente un texto hermoso y sentido.

Sí, todos somos un poco árboles con un agujero en el tronco que guarda un misterio, un tesoro, un secreto....

Sí, todos necesitamos las risas de los niños, el jugueteo de los perros y los trinos de los pájaros (aun de una simple picaza).

Sí, todos somos solos buscando el abrigo de una comunidad que nos consuele y nos haga sentir parte de algo, hoja de rama, rama de árbol....

César Vallejo (creo), decidió que moriría una tarde de lluvia en París.... Creo que no era por mayo.

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