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El socio n.º 3 – Presentación de los textículos de actualidad

Comenzaré estas columnas de actualidad, tal y como establecen las normas de buena educación, presentándome. Ser socio de algo suena un tanto pretencioso, como al que le gustaría decir «soy socio de un prestigioso gabinete de abogados», o «soy socio del Real Madrid» o «soy su socio», señalando al mismo tiempo a alguna persona trajeada y de altos vuelos. La cara oscura del asociacionismo la tiene la palabra miembro, como lo fue Espronceda, miembro en su juventud de la sociedad secreta Los numantinos; o los encapuchados del Ku-Kux-Klan, miembros de una secta, o, sin ir más lejos, el antiguo miembro de la KGB, Putin, el nuevo zar de la Gran Rusia. Así pues, yo digo que soy el socio n.º 3 y me hincho como un pavo aunque, a continuación, susurre el ripio que completa el sintagma: soy el socio n.º 3 del Ateneo Burgalés. Y susurro las palabras porque el Ateneo Burgalés es todavía solo un sueño, una asociación frágil que puede desmoronarse si se grita su nombre.


En cuanto a ser un número, me recuerda a esas pelis donde el sargento ordena a sus hombres formar filas y numerarse: «¡Uno!, ¡dos!, ¡tres!, ¡cuatro!...». También en el colegio éramos un número; curiosamente yo, en el colegio el Círculo, nombre que suena a iluminismo y teosofía, era el número 33. La importancia del número tres ya fue versificada con erudición y humor por Jardiel Poncela en su poema “Todo es tres”. Entre sus muchas referencias, destacaré dos que marcaron mi infancia: Los tres enemigos del hombre y, naturalmente, Los tres cerditos. Cuando el padre Hernando nos preguntaba seco y febril: «¿cuáles son los tres enemigos del hombre?», nosotros, con el espíritu encendido tras ver las diapositivas de El héroe de Molokai, gritábamos al unísono: «¡el mundo, el demonio y la carne!». Lo del demonio estaba claro, lo del mundo, bastante confuso; y en lo de la carne no estábamos de acuerdo para nada: ¡con lo buenos que estaban los filetes rusos! Al anochecer, después de hacer las tareas, de merendar y de jugar en la calle –las porterías eran las farolas, o la puerta de un garaje– leíamos en la colección “Cuentos escogidos”, Los tres cerditos y todos soñábamos con que de mayores nos construiríamos una casa de ladrillo, una casa indestructible donde pudiésemos cantar, mientras bailábamos cogidos de la mano: «¿Quién teme al ruso feroz, al lobo, al lobo…?» Y así, ilusa porque la guerra era algo que susurraban los abuelos, se fue forjando una generación, la generación del socio n.º 3.


El socio n.º 3

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