En el alto curso del río Najerilla, más allá de Villavelayo, donde recibe las aguas del río Neila, se ha avistado una pareja de visón europeo. Es una buena noticia para los naturalistas, ya que el visón europeo está en peligro crítico de extinción. Hace años que el visón americano expulsó a sus congéneres de su territorio natural. Algunos visones americanos llegaron a España, generación tras generación, a partir de los miles de ejemplares que soltaron los soviéticos en la primera mitad del siglo XX. Otros se escaparon o fueron liberados en las granjas cuando decayó el negocio peletero. El visón americano es un temible depredador: sus fuertes mandíbulas destrozan a sus presas, sus patas cortas le impulsan con rapidez dentro del agua, su lustroso pelaje le protege de las inclemencias. Truchas, cangrejos, bogas, ratas de agua, nidos de ánades y pájaros, perdices y hasta gallinas: nada escapa a sus incursiones nocturnas.
Junto al río Vena, cerca de la desembocadura del arroyo de Novillas proveniente de la Sierra de Atapuerca, en el conocido como paraje de Valdegrú, descansa un viejo visón americano. La jornada de caza ha sido larga y poco provechosa. Cada vez hay menos vida en el cauce, los viejos gallineros están abandonados, los agricultores y los agentes medioambientales de la Junta de Castilla y León lo acosan continuamente. Pero él sigue vivo, es el señor del río, todavía no conoce enemigo capaz de derrotarlo. Hace unos años se topó aguas abajo, ya en la ciudad de Burgos, con un joven que observaba ensimismado el río; llevaba unos libros de urbanismo debajo del brazo; su gesto era amable, pero duro. Sus miradas se cruzaron por un instante, lo que le hizo retroceder unos cortos pasos para ocultarse entre los carrizos. Era la mirada retadora del macho joven, del aspirante.
Hoy Miguel acude a la exposición organizada por FUNDOS en el Arco de Santa María: La Divina Comedia en el Arte. Miguel hace unos años que delegó la gestión diaria de su holding empresarial en sus hijos y en su gente de confianza. Ahora se dedica al mecenazgo cultural y a la representación institucional, pero las grandes decisiones siguen pasando por sus manos. Estos años ha tenido más tiempo para pensar, para reflexionar. Ha conversado con los sabios de la Fundación Atapuerca, de la Fundación Silos, de la Fundación VIII Centenario de la Catedral de Burgos. De camino a la exposición ha atravesado la antigua Puerta de Carretas que comunica la Plaza Mayor con el Espolón y se ha fijado, no sabe por qué, en las marcas que señalan el nivel y las fechas de las inundaciones que provocó el Río Vena en los siglos pasados: el 11 de junio de 1874 y el 5 de junio de 1930.
A Miguel le gustan los cuadros. Tiene muchos, y buenos; para algo es un hombre rico, un plutócrata. Un hombre hecho a sí mismo. Llegó a una ciudad de curas y militares, de burócratas y meapilas, de gente humilde y trabajadora que solo aspiraba a un puesto de funcionario, de campesinos que querían un puesto fijo en las nuevas fábricas del polígono, de aprendices sin oficio ni beneficio que aspiraban a colocarse en una buena empresa, como las que él ha levantado toda su vida. Él, junto al río Vena, tuvo una visión: soñó con una ciudad moderna, que se extendía más allá de la Avenida General Vigón y conectaba con Gamonal, con un nuevo trazado ferroviario que permitiría fusionar el centro histórico con los barrios obreros del sur, con un tranvía circular, con un Burgos europeo que huía de un presente melancólico y gris. Así sería su ciudad. Con el tiempo, supo más y quiso más: el control de los medios de comunicación, la gestión del nuevo hospital, moldear el pensamiento de sus ciudadanos y controlar su salud. Quiso reconstruir el espíritu de su ciudad.
Frente a la representación del Purgatorio ante la que se ha quedado parado, absorto en sus pensamientos, los recuerdos se difuminan poco a poco y observa los detalles de la ilustración. Su mirada asciende desde las orillas del Leteo y se detiene en la quinta terraza, donde expían su culpa los avariciosos. Los teólogos a los que ha escuchado estos años le han aclarado que el Purgatorio no es un lugar físico, sino un estado del espíritu. Ya lo intuía él: si el Purgatorio fuese un lugar físico, ya habría comprado alguna parcelita por allí. Pero a él, que por unos momentos siente un cierto resquemor en el alma, no sabe por qué, no es la avaricia lo que le ha llevado al quinto piso del Purgatorio, sino la ambición. Estos burgaleses mojigatos, churreros y bien mandados no le han entendido nunca. Al parecer, ni Dios le entiende: la ambición no es un pecado, es una virtud. Contra pereza, inteligencia, ambición y diligencia. Él es ahora, todavía, el señor del río.
El socio n.º 3
Estimados lectores: muchas gracias por vuestros comentarios. Me gustaría aclarar un par de cosas, que no he sabido expresar con precisión en el artículo.
La primera se refiere a los diferentes momentos que corresponden a cada uno de los párrafos: el primer párrafo corresponde al momento presente - de hecho, la información es un extracto de una entrevista que escuché en Radio Arlanzón hace unos días-; el segundo párrafo se situaría a finales de los 80 o principios de los 90: el viejo visón americano recuerda la figura de Miguel, a finales de los 70, frente al río Vena, saliendo de la recién inaugurada Escuela de Aparejadores; el tercer, cuarto y quinto párrafos se sitúan de nuevo en el presente.
No sé si no entiendo... No diría yo, como el invitado anterior ha comentado, que nuestro socio número 3 defienda en modo alguno la ambición.
Pero estoy espesa hoy. La cabeza trabaja a cámara lenta.
Siento en el socio número 3, este riguroso costumbrista, la sombra de Miguel en su trayecto hacia la catedral. Su mirada parada en la quinta terraza, tras dejar el río Lete. Ese resquemor en el alma...
La futilidad de la ambición, la soledad, el acecho del macho joven... Poco le queda de señor del río...
A ese lugar no físico que ha de ser el infierno, se acercan tanques estadounidenses, alemanes y, quizá pronto, hasta españoles... Pero, ojo, que el infierno, como la pandemia -qué…
Sí, la ambición es buena, hasta cierto punto, claro. Supongo que todos somos un poco depredadores, pero, sobre todo, la gran mayoría de los mojigatos que en el mundo estamos, somos víctimas de la ambición desmedida de otros pocos —muchos menos—, señores de ríos y de imperios de poder, plastilina blanda en manos duras que esconden su ansias inconfesables bajo sonrisas de almíbar.
Lo peor de todo es que las especies en extinción (los visones autoctonos) somos la gran mayoría de gallinas y cangrejos que vivimos gracias a la caritativa generosidad de los señores de las ciudades (con sus ríos incluidos).
A lo mejor no existe el Purgatorio, pero sí el Infierno.