Siempre me ha gustado entrar en los bazares chinos. Ya nadie dice bazar chino, se dice, simplemente, el chino. Cuenta Óscar Esquivias que en las fiestas patronales de 1936, en los días previos a la sublevación militar, los chinos vendían corbatas por las calles. Ahora, en el chino, encuentras de todo. Para qué les voy a contar: desde libros de cuentos infantiles, pasando por toda clase de herramientas, hasta los adornos de cerámica más kitsch y transgresores. Pero la sección en la que nunca he podido dejar de sumergirme es en la de las cajas. Las hay de todos los colores, decoraciones y tamaños; la mayoría son rectangulares, y forman pequeñas pirámides; siempre hay paquetes de nuevas cajas sin montar y a veces he visto a una china sonriente y silenciosa apilando nuevas cajas.
Los chinos, a los que no se los engaña con tanta facilidad, quienes nunca entran a un banco y repatrian sus cadáveres de forma sospechosa, saben que a los occidentales nos gustan las cajas. Me lo explicó mi amiga Laura hace tiempo, antes de la pandemia, antes de la guerra de Ucrania, cuando el horizonte no se ocultaba tras la calima de la incertidumbre: los hombres necesitamos ordenar las cosas, por eso tenemos compartimentos mentales, carpetas en el ordenador, pestañas en la web, archivadores para las asignaturas, cajones en los armarios, cartera con tarjetero, monedero y billetero. Y utilizo la palabra hombre en su sentido etimológico, inclusivo, hombres y mujeres, aunque a estas últimas a veces el orden las desborde, y veamos sus bolsos atiborrados de cosas para ordenar.
Que toda la vida es caja, o cajón, y las cajas, cajas son. Los cajeros de Caixabank son los nuevos tótems de la tribu –nos paramos ante ellos, nos presentamos yo confieso ante Dios Todopoderoso y agachamos la tiesta mientras tecleamos nuestros secretos–; las cajas fuertes atrapan la memoria y el tiempo con su apertura iniciática y retardada y en el mailbox de mi cuenta hay avisos de la subida del tipo de interés en la próxima revisión de la hipoteca, recibos que no leo, forzados saludos de mi nueva gestora personal, que me sonríe desde su perfil, y ya no sé si estoy en Meetic o dónde. Las pantallas son cajas; los libros, cajas de palabras; las palabras, cajas de significados; y los espejos, terribles y mágicas cajas. Las semillas son maravillosas cajas, y la vida animal surge allí, tras envainarla, en la primigenia caja del útero. Y al morir, nos meten en una caja, sin consultarnos el modelo y el precio, en una urna, en una vitrina, en una fosa. Y, si hemos tenido mala suerte, en una fosa común.
El planeta es una cajita cósmica que se mantiene en vilo por la fuerza de atracción de otras cajitas; las naciones, cajas de rancia ideología; las ciudades, cajas de grillos; nuestros pisos, cajitas de cartón donde guardamos nuestras cositas; en la caja del pecho resuenan nuestras voces –toda palabra dicha es un pedrada contra la derrota– y en la caja rosa del corazón, tan transparente, resbalan todas nuestras lágrimas.
Pero hay una cosa que se esconde en el fondo de todas las cajas, y no es, como nos cuenta el mito de Pandora, la esperanza. Es el miedo a la libertad.
Estimado socio número 15:
Me ha recomendado el médico que no abra esta caja, entre otras; porque hay cajas, curiosamente, que no ordenan, sino que desordenan, o hay gente que desordena y no puede abrir cajas porque todas son las de Pandora: cajas del pensamiento, que afirma una filósofa de hoy mismo, en contra de Steven Pinker, no conduce a la felicidad (disculpe no recuerde el nombre: lo he leído esta mañana de pasada).
Esta mañana...
Antes de que los chinos fuesen bazares chinos eran "el todo a cien".
El todo a cien permitía a las clases trabajadoras y pobres comprar productos que antes les estaban vedados. Por cien pesetas -"una chapa"- una joven depresiva podía adquirir toallitas desmaquilladoras, o…
Muy bueno, felicitaciones.