Qué cansancio. Otra vez el dichoso paradigma. ¿El qué? El paradigma. ¿Para qué? Paradigma. Trataré de explicárselo, porque cuando uno trata de explicar algo, ese algo se aclara, como el jabón de las sábanas de nuestras abuelas en el río. Porque mi abuela, hasta que hicieron los lavaderos de cemento junto a la fuente, iba a lavar al río. El agua fría, alegre la lengua y el corazón caliente, reconfortado con la conversación.
El paradigma es una palabra traicionera; te sigue, te espía desde una esquina y, si le dices algo, se da la vuelta y, tratando de disimular, silba. Como esas ladronas en Roma, en las colas del Coliseo, que se acercan a los turistas para birlarles las carteras y, si te percatas, hacen como que miran un mapa y se alejan a paso lento. El paradigma está ahí y no está ahí, piensas que le has dado esquinazo y sigue ahí, minotauro incansable. El paradigma es el aire que todos respiramos, trece veces por minuto. El paradigma, lo intentaré definir más claramente, es la sopa de Mafalda, el escribano de nuestra conciencia, esa grasilla en la pantalla del móvil, las luces de cruce que se encienden automáticamente al atardecer.
Llevo unos días que el paradigma no me deja en paz. En el Diario de Burgos del 23 de febrero, el poeta ribereño Manolo Arandilla decía: «Creo que el paradigma de la vida, unido al paradigma del amor, defiende la dignidad humana. Porque lo que está en tela de juicio es la dignidad humana. No hay más que mirar a los emigrantes: están igual que en el gueto de Varsovia, los mandan allí, allá. ¿Cuál será el siguiente paso, las cámaras de gas? La esperanza es el cambio de paradigma: apostar por la vida y por la educación, revolucionar la educación de arriba a abajo. Si no, no saldremos adelante». En la tele, a todas horas, repiten que Donald Trump «ha revolucionado el paradigma geoestratégico internacional». Y, si navegas un poco, el paradigma te asalta a las primeras de cambio: un nuevo paradigma hotelero, un nuevo paradigma comunicativo, hasta un nuevo paradigma en la esterilización de perros.
En realidad, el paradigma ya se había cruzado en mi vida muchas veces, dejando ese tufo inconfundible del perseguidor. En el instituto, Tino Barriuso nos explicó los diferentes paradigmas científicos que en la historia han sido –él lo hacía así, con hipérbatos y demás adornos, sin atender a la chusma intelectual que le escuchaba– y las condiciones que determinan el cambio de paradigma; más tarde, los economistas –que pregonaban su creencia en el método científico– también me contaron el cuento de los paradigmas como a nuevo catecúmeno que era; finalmente, Concepción Company Company me trajo al ámbito de la Lingüística la misma letanía. El paradigma por aquí, el paradigma por allá.
Todos ellos seguramente habrían leído La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas Kuhn, publicado en 1962. Es una bonita historia la del paradigma. Fritjof Capra se inventó un final todavía más chulo en El punto crucial, de 1982. Según él, y según la Wiki, al paradigma mecanicista clásico se opone un «paradigma en proceso de formación, con características opuestas: la posibilidad de llegar al conocimiento no solamente a través del método científico; una visión holística, amplia e integral de la realidad y sus fenómenos, que no fragmenta los fenómenos para conocerlos; la idea de que la civilización privilegia la cooperación; la limitación del crecimiento material y tecnológico dada la finitud de la naturaleza; una visión del mundo entendiendo a este como amalgama de sistemas complejos interdependientes e interrelacionados». Ven, un final súperchulo.
Pero el paradigma, que es muy cuco y al que no le gustan los libros gordos ni las gafas de pasta, se siente a sus anchas en los lugares más insospechados. Yo, como les decía, esta semana me lo he encontrado tumbado a la bartola en dos sitios: las palabras del poeta Manolo Arandilla y el vídeo de Donald Trump sobre el futuro de Gaza. Es raro, esto del paradigma. No sé si me explico.

Galaor de Langelot
Vamos a ver: con todos mis respetos, ser un poeta ribereño y apellidarse Arandilla es el paradigma de la redundancia, que unido al del amor y al de la vida, la esperanza, la revolución, la educación, lo de arriba abajo y los inmigrantes viene a ser no como el jabón de su abuela, sino como las croquetas de mi madre. Será por lo de la ribera: se abre la puerta del frigorífico, se cogen todas las sobras, se unen como un poco de harina, leche y mantequilla, y listo. Lástima que ni el jabón que aclara el agua ni las croquetas quepan en el paradigma de lo publicable.
La poesía, decía más o menos el Licenciado Vidriera, es la mejor…
Pues considero, amigo Langelot, que has intentado explicarte de la forma más sencilla posible, pero, a mi juicio, no ha quedado demasiado claro qué nos has intentado transmitir...
Será porque eso del "paradigma" --otra moda tan machacona y recalcitrante como la "polarización"-- es algo que no debiera existir, pues los 'ejemplos', 'arquetipos' y 'modelos', si bien pueden tener algún sentido para determinados estudios o cauces científicos, en la vida real de cada quien, sólo sirven para coartar la libertad intrínseca que caracteriza al ser humano.
¿Paradigmas de qué? ¿Paradigmas para qué? Ya lo expresó el poeta Arandilla: cambiar de cabo a rabo el Sistema Educativo y alcanzar una cota mínima de dignidad, sin más "paras" y con menos "digmas"…