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Cuento de otoño: el cuento de la verdad

Hace unos días, al empezar a releer Inquietud en el Paraíso, novela de nuestro querido Óscar Esquivias, sentí cómo algo me miraba desde un rincón de la habitación. Era la verdad. La inverosímil proposición de don Cosme, el penitenciario de la Catedral, ante la variada audiencia del Salón Rojo del Teatro Principal, quien quiere llevar a cabo una expedición al Purgatorio, le había hecho salir de su madriguera y seguir atentamente el curso de mis pensamientos.


Así pues, érase que se era una vez la verdad, una especie de pequeño mamífero de costumbres nocturnas parecido a un ratón, con los ojos un poco más saltones y el rabo algo más corto. La verdad es un animalito asustadizo que se aleja en raras ocasiones de su madriguera, la cual perfora bajo las raíces del Árbol del Conocimiento. Hasta hace unos tres mil años, el único árbol conocido de esta especie disfrutaba del benigno clima del Paraíso, pero por aquel entonces pasó algo inesperado, incluso para el propio arcángel San Miguel, el guardián del Paraíso. Un pájaro azul, quizás el mismo que siglos después se alojó en la cabeza del pobre Garcín, voló muy alto, altísimo, y se posó en una rama del Árbol del Conocimiento. Picoteó sus maravillosos frutos y, hastiado, descendió de los cielos y fue depositando las semillas, a medida que hacía la digestión, en aquellos sitios que le parecieron mejores para echarse una siestecita. Así, descansó un ratito en un viejo patio del palacio de Cnosos, en Creta; tras un corto vuelo, se adormeció en una de las columnas del nuevo templo de Apolo, en Delfos; al atardecer, buscó refugio en el Jardín de las Hespérides. Al cabo de unos años, en esos lugares floreció también el Árbol del Conocimiento, y la verdad excavó su madriguera a la sombra del árbol inmortal. Pero el clima no era tan benigno como en el Paraíso: a la dulce primavera siguió un tórrido verano, un otoño torrencial y un gélido invierno. Algunos años, después de un invierno malo, una mala primavera. La yedra de la fe y el musgo de la superstición debilitaron el árbol. Siglos más tarde, en la época del pobre Garcín, el aire se enrareció con el tufo del Máximo Beneficio, las enredaderas de la Información cubrían el tronco del árbol, el brillante muérdago de la Publicidad chupaba su savia y el hongo del Desinterés pudría sus raíces. La verdad malvivía en su madriguera y maldecía al puto pájaro azul. La verdad se había vuelto una malhablada, y no podía hacer otra que aguantar el tirón, porque solo podía alimentarse de los frutos maduros de aquel jodido árbol. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.


Ayer sentí de nuevo que la verdad me miraba desde un rincón. Estaba tomando el vermú con mi encantadora novia en el bar Unsion, en la calle Santa Clara, y el dueño se enzarzó en una pequeña discusión con su mujer, que cerraba la cocina, que ya eran las dos y media y, un día de diario ya no hay clientela, y menos a dos cincuenta el tigre. Al salir, para zanjar la conversación, ella le espetó a su marido: «Eso no es verdad». Él, como el Sumo Pontífice, sentenció en tono sermocinal: «¡Ah, la verdad! ¡La verdad es lo peor que hay!». En su rincón, la verdad se acurrucaba contra la pared, movía el rabito nerviosa y me miraba con cara de pocos amigos.


El socio n.º 3

1 Comment


Guest
Sep 30, 2022

Ya, socio numero 3, ya lo he leído con calma. No había interpretado el "le" como CD, anáfora de "la verdad", y eso me ha llevado a pensar que el contenido estaba relacionado con el argumento del libro de Esquivias. Temo que, enredados en ese le, cuyo referente es la verdad, y de cuya función sintáctica dudo (apostaría por un CD), el conjunto de sus admiradores se hayan quedado mudos.

Y no sé si me gusta más que el anterior. Y lo mejor de lo mejor ya sabe dónde está: en el final, a pesar del aluvión de erudición que deja por el camino, magistralmente mezclado con esa verdad malhablada.

Pero la verdad no estaba ese día, la suya, me…


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