Si algún visionario de última hora le llega a decir a mi abuelo, que en paz descanse, que amontonar piedras es una actividad zen que canaliza las energías positivas y te devuelve el equilibrio interior, más le hubiera valido echar a correr antes de que mi abuelo, tan pacífico, le hubiese descalabrado de un cantazo. Hasta ahí podíamos llegar. Toda su vida él, y su padre, y su abuelo, echando las malditas piedras a los montones, para que ahora te vengan con esas.
El caso es que mi abuelo ya no se subió a un tractor. Compró el segundo que llegó al pueblo con sus ahorros, sí, pero su hijo, mi tío Juan, que se hizo muy joven cargo de la hacienda, vendió los machos, enganchó el arado a aquella formidable máquina, se sentó, por fin, para trabajar, arrancó aquel motor celestial, empujó la palanca del cambio y llegó, por fin, a la modernidad. Todavía, de vez en cuando, si sacaba un rato, mi tío echaba unas cuantas piedras a la pala del tractor y, con la pala, al montón. Cuando compró el segundo tractor, un Jondi que tenía la cabina cerrada y hasta nevera para los botellines, tenía que dejar abierta la ventanilla trasera porque ya no se oía si la reja se había enganchado con algún pedrusco. Ahora, el potente tractor de mi primo Juan, el hijo de mi tío Juan, repasa las fincas siguiendo las indicaciones del GPS: las piedras y los cantos se remueven en el fondo sin oponer resistencia alguna al avance de los aperos.
Y así como las piedras que quedaban se han ido al fondo de las fincas, también la miseria y la ignorancia han desaparecido de los campos de España. Durante siglos, el rey, la nobleza y el clero tuvieron el monopolio del saber y exprimieron a los campesinos con requisas, impuestos y diezmos. A lo largo del siglo XIX, la labor confiscatoria pasó a manos de la Administración del Estado. En el siglo XXI, Hacienda y el Sigpac se enteran hasta de si te has metido medio metro en un perdido. Pero hay algo que ha cambiado: la última generación de agricultores ya no solo cultiva el campo, sino que empieza a ser gente cultivada. Muchos han estudiado en la universidad, o han cursado un ciclo de grado superior, o han pasado por una escuela de capacitación agraria. Desde luego, todos saben leer y escribir, y tienen acceso a la información. Curiosamente, por el contrario, muchos de los políticos que quieren imponer una forma de entender la agricultura sometida a intereses espurios, además de no haber pisado nunca una tierra, tienen menos formación que ellos. Y menos sentido de la honradez y del trabajo bien hecho.
Por todo eso, los labradores, al menos los que yo conozco, los de secano, los de esta Castilla nuestra, ahora que no tienen que dejarse la vida hincando el arado, desriñonarse con la hoz o agachar la cerviz ante el recaudador de turno, protestan con razón por las leyes absurdas que pretenden imponer desde los despachos, por el papeleo que les atosiga, por un mercado mangoneado donde todos ganan –los bancos que financian su maquinaria, las multinacionales de semillas, fertilizantes y herbicidas, los intermediarios de la cadena alimentaria– menos ellos. No creo que ninguno de estos rábulas, burócratas y mercachifles se atreva tampoco a pisar sus tierras. Los montones de piedras todavía están ahí.
Galaor de Langelot
Las piedras fueron primero, sí, y nos cuentan las cuitas de lo que pasa por debajo de lo que no vemos y, sin embargo, pisamos sin conciencia de la historia que las hizo y de la sed que pasaron.
Cuando yo era adolescente, tuve una amiga de Tardajos, cuyos padres eran labradores. Eran ricos. Entonces se decía que todos los agricultores eran ricos y se lamentaban por puro vicio. Yo me sorprendía porque pensaba, desde mi gran ignorancia y mi escaso sentido común, que, indefectiblemente, esas personas vivían a merced de la climatología, siempre avistando el cielo con respeto y con miedo.....
Hoy, los hijos de aquellos labradores son más ricos en tecnologías, como sucede en todos los ámbitos laborales,…