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Amas de casa

Mientras pensaba en el posible tema de este artículo me he despistado y he usado el Don Limpio Baño para fregar el suelo, cuando es cosa sabida que el Don Limpio Baño debe usarse preferentemente para higienizar el lavabo, el inodoro y, en su caso (ya que empieza a ser una rareza en los nuevos cuartos de baño) el bidet o bidé. Para el suelo, es preferible el Tenn con bioalcohol. Este error en el uso del producto adecuado se ha sumado al de no haber barrido previamente el suelo: al no haber pasado la escoba, las pelusillas, los pelos y otras partículas de dudoso origen son arrastradas por la fregona de acá para allá, por lo que es necesario realizar hábiles movimientos circulares para atraparlas, introducirlas en el cubo y soltarlas de las tiras con un aclarado vigoroso del mocho.


La historia de la mujer en ese habitáculo al que podríamos llamar hogar es tan antigua como la humanidad. En el ámbito doméstico, la tipología femenina y sus funciones, desde la matrona romana, pasando por la domna o dueña medievales, hasta la decimonónica señora de su casa, las criadas, las amas de cura y de cría, las chicas de servicio y las señoras de la limpieza actuales (entre otras muchas mujeres que se han ocupado de mantener un espacio, la casa –y, concretamente, la cocina– en perfecto orden de revista) merecerían un estudio detenido. Desde los años 80, más o menos, esa función se ha ido compartiendo progresivamente con el hombre. En la actualidad, teóricamente, ya no hay distingos de género en cuanto al desempeño de las tareas del hogar.


Y así, a mí, hoy, mientras hacía el baño, me ha dado por pensar en algunas de esas mujeres, las que conocí y las que todavía conozco, que fueron y son amas de casa. Solo amas de casa, no superwomen pluriempleadas 8+4+fines de semana, ni señoras de alta gama con chica interna, ni solteronas que se quedaron para vestir santos, o a su padre, o a su hermano, el pobre. Amas de casa, con marido para conducir, dos o tres churumbeles, padres en el pueblo y canario en la cocina, junto a la ventana. Y así me he imaginado, perdónenme el atrevimiento, su impagada jornada laboral.


Me despierto cinco minutos antes de que suene el despertador. Me levanto y me ducho la primera. Voy a la cocina. Empujo la puerta y entro. Retiro el trapo que cubre la jaula del canario. Aletea adormecido. Tengo un amplio vocabulario. Saco las galletas de la caja de metal, porque los paquetes empezados se conservan mejor en la caja de metal; saco el Cola-Cao en bolsa formato ahorro para ir rellenando el bote; el café, la leche templada para uno, caliente para otros, y se van, y me quedo sola, con mi trabajo invisible. Las 8:30. Me pongo el delantal, friego con Fairy, que cunde más, incluso en agua fría, sin guantes, sin lavavajillas, que gasta mucho. Lo dejo todo secando encima de la bayeta, en la encimera. Me quito el delantal y lo cuelgo en una percha de esas, de pegar, detrás de la puerta. Ahí no se ve. Barro la cocina. Miro el menú del día. Desde hace años elaboro un menú diario. Si no, no hay manera de organizar la compra. Guisantes con jamón y pescado. Claro, hoy es martes. Pescadería. Para tres días: martes, jueves y el fin de semana. Hacer las camas. El embozo, como me enseñó mi abuela. Bien planchado. Todavía guardo algunas sábanas con puntilla, pero esas no las pongo nunca. Son de un algodón buenísimo. Estiro el edredón del Barça, coloco los peluches de la niña, que ya no es una niña; la ropa que han dejado por ahí, al cubo. Ya hay para una lavadora de color. Programa corto, a 1.100 revoluciones, a 40 ⁰. Las 9:30. Me visto. No para una fiesta. El carrito de la compra. Hay que llegar pronto a la pescadería: la gente madruga y luego no queda nada. Unos gallos, dos lubinas, no, tres, que somos cinco; un filete de bacalao. Entro en el súper a por cuatro cosas. Y en la panadería: dos barras. Cada día está todo más caro. A la frutería: kiwis no, aguacate imposible, ni siquiera melón... peras, plátanos, manzanas. Entro en casa. Las 11:00. Me cambio de ropa: las zapatillas, el chándal. No para ir al gimnasio. Guardo la compra. Congelo las lubinas y el bacalao. Guardo las tazas y los cubiertos del desayuno, que ya se han secado. Aun así, les paso el trapo, la rodea. Cambio el papel del suelo de la jaula del canario, le pongo agua en el bebedero, le echo alpiste en el comedero. Tiendo la lavadora. Fuera, que hace bueno. Paso los dos baños, como casi todos los días; me gusta que los baños estén limpios, que huelan a limpio, como en los anuncios. Paso la aspiradora por la alfombra del salón. Mira que les digo que no coman en el sofá. Las 12:05. Hoy me sobra un poco de tiempo. Me siento. Cojo la novela que me ha pasado mi amiga Luci. Leo. Casi nunca pongo la tele. Las 12:30. La comida. Leo otro poco, que está muy interesante. Los guisantes y los gallos se hacen en un momento. Cierro el libro. Me quedo quieta un momento, todavía dentro de ese otro mundo de fantasía. A la cocina. Me pongo de nuevo el delantal. El mandil. Tengo un extenso vocabulario. Más que mis hijos, que no leen nada. Bueno, mi hija sí, novelones de amor para adolescentes. Cuezo los guisantes. Preparo el sofrito. Añado los taquitos de jamón. Caliento el aceite: uso el de la aceitera y añado un poco más. El aceite está por las nubes. Enharino los gallos. Qué blancos, son muy frescos, si no voy pronto me quedo sin ellos. Abro la ventana. El canario aletea y salta al otro palo. Pongo la campana. Mientras se fríen los dos últimos gallos, pongo la mesa. Servilletas de papel de una capa, tenedor y cuchillo, platos, vasos, agua. Me quito el delantal. Cierro la ventana. Comen por turnos. A las 14:10 llega él y el pequeño, que ya va solo al cole, aquí al lado. Como con ellos. Después, llegan los dos del instituto, a las 14:40. A las 15:00 empiezo a recoger. Me pongo el delantal, el mandil. Friego. No pongo el lavavajillas. Alguna vez el fin de semana. Barro la cocina. Las 15:45. Entreabro la ventana, que da a un patio bastante grande. El canario da tres saltitos de palo a palo. Hoy no friego el suelo: un día sí y otro no. Cierro la puerta de la cocina. Me siento en el sillón del salón. Abro el libro. Me entra el sueño, y me traspongo un rato. Ellos se han ido otra vez. A trabajar, a las extraescolares, a los entrenamientos, no sé muy bien. Son casi las 17:00. Me levanto. Voy a la cocina. Cierro la ventana. Recojo las cosas de la encimera. Me gusta guardar cada cosa en su sitio, ver la cocina despejada. Cojo la ropa del tendedero. Saco la tabla de planchar del armario. Enchufo la plancha. Plancho. Hago montones. Guardo la plancha y la tabla. Llevo cada montón a su habitación, y coloco cada prenda –tengo un amplio vocabulario– en su sitio. Las 18:10. Me cambio. Hoy no he quedado con nadie para dar un paseo. Tampoco tengo nada que comprar. Salgo a la calle, paseo sola, hasta el centro. Miro los escaparates. Vuelvo. Las 19:30. Ya está el pequeño en casa. Está en su habitación, haciendo la tarea. Los otros llegarán luego, un poco más tarde. Me siento en el sillón. Llamo a mi madre. Mi padre está en el huerto, hace bueno. Leo otro poco. Las 20:30. Me cambio. Me pongo el delantal, el mandil. La cena. Huevos fritos con salchichas para todos. Se van. Al salón, a su habitación. Recojo. Friego. Descongelo unos filetes para mañana. No pongo el lavavajillas. Las 22:00. Cubro la jaula del canario con un trapo, con una rodea. Apago la luz. Entorno la puerta de la cocina. Me siento en el sofá. Él ve un partido, es martes, hay Champions. Tengo sueño. Prórroga. Me voy a la cama. Leo otro poco. Releo la página anterior y me sumerjo en ese mundo ficticio. Tengo un amplio vocabulario. Gol. El sueño me vence. Apago la luz. Me duermo.


Amas de casa
Fuente: Google Imágenes

Galaor de Langelot

1 comentario

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Guest
May 17

¡Ay, amado Langelot! No sabes la razón que llevan tus palabras, las tareas que implican, el estar en todo momento disponible con la labor cumplida, el poco tiempo usurpado para robarle a un libro dos párrafos de ensueño, y el canario en su jaula tranquilo, la mesa siempre dispuesta, la compra a punto, la limpieza programada, saber qué ha de ser para mañana...

Cuando, por fin, llega el marido, engulle, deglute (acaso buenas noches dijo), ve la Champions (ojalá gane su equipo, por el bien de todos); otro vaso de vino peleón para celebrar el éxito...

Me voy a dormir, que estoy muerto...

Tú, que nunca pierdes el instrumento básico de tu trabajo, el mandil, te lo vuelves a colocar…

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