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Revista BuCLE

Adiós, Alexa

Dave Goulson, el mayor experto del mundo en abejas y abejorros, explica que la conocida fábula de la cigarra y la hormiga refleja dos maneras diferentes de evolucionar de los insectos: los insectos solitarios y los sociales. Los primeros, como la cigarra, no tienen prisa por alimentarse o buscar pareja, ponen sus huevos donde se les ocurre y esperan a ver qué pasa; los segundos, como las hormigas y las abejas, pueden trabajar las 24 horas del día, van como motos por la vida y están muy especializados.

Parecería que en el homo sapiens conviven estas dos tendencias evolutivas: por una parte, el individualismo, la querencia por la soledad; por otra, la necesidad del otro. En lo más profundo de nuestro cerebro reptiliano deben esconderse los recuerdos de nuestro pasado unicelular. Existieron organismos unicelulares completamente autónomos, aislados del mundo por una frágil membrana, ese primer epitelio que también les permitía comunicarse con el mundo. Después algunas células se agruparon y formaron estructuras vivas con mayor probabilidad de supervivencia, con órganos especializados que les permitían enfrentarse a un medio hostil. Tras millones de años de evolución creadora aparecieron los peces, los anfibios, los reptiles, los dinosaurios, las aves, los pequeños mamíferos, lo monos, y, por fin, el hombre. Y la hembra, claro.

Durante milenios, la tribu fue la organización social básica. Estaba compuesta por varias familias e intercambiaba material genético con otras tribus, incluso de neandertales. Sabían que la endogamia era una maldición. Durante milenios, buscaron unas piedras especiales, las miraron por un lado y por otro, las golpearon y obtuvieron rascadores de pieles, cuchillos, puntas de lanza. Hace unos 200 000 años aprendieron a controlar el fuego: ya no fue necesario acurrucarse unos contra otros en las oscuras y frías noches del invierno, temiendo el ataque de otros depredadores. El calor del fuego nos hizo más libres y, por tanto, más humanos. Quizás por aquel entonces surgió también el lenguaje.

Después llegó la esclavitud de la agricultura, el excedente, la propiedad privada, la envidia, el robo, las murallas y la guerra. La ciudad fue la primera agrupación mercantil y un chollo para los trepas y la gente sin escrúpulos. La vida urbanita se propagó y surgieron confederaciones, repúblicas, imperios. Pero en estas estructuras sociales, generadas por el mercado y abrevadero de los poderosos –también, todo hay que decirlo, generadoras de la ciencia y de la alta cultura– los hombres y las hembras siempre han tenido frío. Con la civilización llegaron, además de los ejércitos, otras grandes cámaras frigoríficas: las escuelas, los monasterios, las grandes empresas, los centros comerciales, el funcionariado y los partidos políticos. Y a la pandilla de los grandes amigos de los solitarios, los libros, se añadieron el cine, la radio y la tele, que dan calorcillo, pero, en cuanto los apagas, el rescoldo no dura nada. En el siglo XXI, las redes sociales atrapan semicongelados a sus ilusos usuarios y los meten en cajitas cual langostinos navideños: un grupo de WhatsApp por aquí, mi perfil de Instagram por allá, mi cuenta de Twitter por acá.

Curiosamente, a lo largo del siglo XX fueron surgiendo unas organizaciones muy especiales: todas aquellas que se agrupan ahora bajo el marbete de «tercer sector» –para los de la EGB, el sector terciario era el sector servicios– y otras muchas de la más variada tipología. En puridad, ninguna de ellas tiene ánimo de lucro ni pretende ocupar potenciales puestos de trabajo públicos o privados. En realidad, algunas de ellas sí lo hacen, y sus empleados sienten frío, porque su supuesta ONG es una empresa, con su CEO y todo. Otras muchas son chiringuitos paraestatales, departamentos de desgravación fiscal de entidades financieras o feligresías diocesanas que canalizan las buenas intenciones de los bienaventurados voluntarios que en el mundo son.

Pero, y llega el pero final, en algunas de esas asociaciones, colectivos, peñas, clubs, bancos de alimentos, ateneos, vuelve a sentirse el calorcillo de lo humano. Algunos de sus miembros han cogido a Alexa, la han mirado por un lado y por otro, la han golpeado con todas sus fuerzas con un martillo y han dicho sus primeras palabras como hembras y hombres descongelados y libres: Adiós, Alexa.


El socio n.º 3

2 comentarios

2 commenti


Ospite
12 dic 2022

Estimado socio nº3: Yo te hago la oferta de nuestro bardo maldito al que invocamos muchas veces

«Usa mi llave cuando tengas frío, cuando te deje el cierzo en la estacada, hazle un corte de mangas al hastío, ven a verme si estás desencontrada.

No tengo para darte más que huesos por un tubo y un salmo estilo Apeles y páginas anémicas de besos y un cubo de basura con papeles.

Ni me siento culpable de tu lejos, ni dejo de fruncir los entrecejos que usurpan de tus ojos la alegría,

si quieres enemigos ya los tienes, pero si socios buscas ¿cuándo vienes a repartir conmigo la poesía?».

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Ospite
10 dic 2022

Pareciera, al hilo de este artículo, que la vida en general (y el ser humano en particular) ha ido degradándose paulatinamente en proporción inversa a los avances conseguidos gracias a la necesaria evolución.

Queda el frío como motivo común a todas las fases evolutivas; un frío que ha sido necesario para prosperar como especie, que nos ha obligado a desarrollar nuestro cerebro para combatirlo sucesivamente a través de los milenios y de los progresos alcanzados.

Parece que ese frío nos va a acompañar siempre, inventemos lo que inventemos... Pero todo tiene su contrapartida... El texto parece sugerir al final un atisbo de esperanza: puede que, superada Alexia, concibamos a Leticia, que, por lo menos, parece sugerir un resquicio de alegria...…

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