Anoto siempre el título, el autor y la fecha en que finalizo la lectura de cualquier libro. Cada año no falta un clásico, algún ensayo, un autor extranjero y observo que progresivamente sobresale la presencia de textos referidos a mi paisaje sentimental.
La primera vez que leí El disputado voto del Señor Cayo del maestro y visionario Miguel Delibes, tenía 14 años. Me di cuenta de que existían muchos pueblos abandonados en Castilla y comprendí la lejanía entre mi modo de vida y el de mis abuelos, que en 1920 habían abandonado una remota aldea, cercana a la peña Amaya en busca de un futuro mejor.
Pasaron años hasta que me enamoré de La lluvia amarilla de Julio Llamazares, libro bellísimo que presenta la muerte y el paso del tiempo en el mundo rural y en la vida humana, bajo la pátina de la memoria que siempre es amarilla.
Durante muchos años, la despoblación de la España interior no le importó a nadie, ni tampoco las historias y cultura que representaban. Pero ahora ha surgido una generación de escritores que abordan lo rural y lo provinciano, sin maltratarlos, sin edulcorarlos, huyendo de bucolismos y que se concentran en un retrato al margen de las grandes urbes. Sergio del Molino lo puso nombre en su libro La España vacía, pero ahí están, entre otros, Jesús Carrasco, Juan Gómez Bárcena, Santiago Lorenzo, Mercedes Rodrigo, María Sánchez o Ana Iris Simón.
La España urbana no se entiende sin la vacía. Los fantasmas de nuestras casas han viajado desde los pueblos de nuestros antepasados protegiendo las historias de nuestras familias, de nuestras vidas.
Acabo de leer Tostonazo de Santiago Lorenzo y me sucede lo mismo que al protagonista. En una ciudad de provincias, en este caso Burgos, descubrí la amistad, la alegría de ser y la vida vivible, sin prisas, y recuerdo con nostalgia las noches mágicas que compartí con mis amigos AR y JM y con los fantasmas que habitan en los aledaños de Fernán González, que solo se animan a pasear en las noches de invierno, cuando aparece el viento helado a la vuelta de la esquina.
Ana Valtierra
Qué bien has plasmado la nostalgia que produce recordar ese mundo del que venimos y en el que algunos vivimos hasta acabar COU. Me pregunto cómo habria sido nuestra vida si hubiéramos establecido otra relación con el pueblo, si hubiéramos decidido vivir allí, si nuestros amigos también se hubieran quedado, si nuestros hijos fueran allí al cole, aunque nosotros trabajasemos en la capital. No es tanto el trayecto y, sin embargo, a veces parece un abismo. No has podido elegir mejor imagen para reflejar ese sentimiento.
Un artículo oportuno, ameno y bien escrito. Yo tengo casa en el pueblo, donde vivieron mis antepasados desde hace siglos. Desde las primeras cabañas de pastores, allá por el siglo X. Pero el ultimo rebaño de ovejas desapareció hace más de 10 años. Los cerdos, antes, cuando llegaron las macrogranjas. Las últimas vacas, el año pasado. Ya solo quedan algunas gallinas. En as viejas tenadas y corrales se construyen casas de fin de semana. Quedan dos agricultores, con sus naves y su impresionante maquinaria. Algunos huertos de los jubilados. A diario, en invierno, no se ve un alma. Quizás con la digitalización y la desesperación de algunos urbanitas los pueblos tengan una oportunidad. Ya veremos.
Espero otros muchos artículos de…
Qué bonito y entrañable este texto (y la ilustración final que lo acompaña) para todo el mundomundial, pero, sobre todo, para los que habitamos esta hermosisísima ciudad de provincias, porque muchos de nosotros, siendo aprendices de urbanícolas, descendemos de padres y abuelos que abonaron el agro eterno para que hoy, nosotros, sus descendientes, podamos disfrutar del derroche y de la frivolidad de la ciudad.
Sí, los libros también enseñan, pero casi siempre desde la nostalgia o desde la utopía. [Vete tú a contarle a Sergio del Molino que se vuelva al molino de su pueblo para moler, aunque solo sean, ilusiones. Santiago Lorenzo es más auténtico sin embargo, aunque también tiene sus razones.]
Bienvenida al grupo de activistas, Ana. Sigue…